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Identificación

Desengaño II al theatro español, sobre los autos sacramentales de don Pedro Calderón de la Barca

Nicolás Fernández de Moratín
1763

Resumen

El Desengaño II es el segundo de los tres discursos que Nicolás Fernández de Moratín publicó para tomar partido en la disputa sobre la licitud del teatro barroco español. Si en la primera parte el germen de su aportación fue la crítica que Clavijo y Fajardo realizó en El Pensador hacia la representación de la refundición de La jura de Artajerjes, por Antonio Bazo, y la respuesta de este en el folleto Romance liso y llano, en esta segunda parte Moratín continúa su disertación poniendo el foco en el auto sacramental: género en el que se centró especialmente la mencionada disputa, y que condujo a su prohibición en 1765. Continúa así justo donde dejó su discurso anterior: en la cuestión de la inmoralidad del teatro cómico español (a).

El grueso de la opinión de Moratín reside en el comentario de la propiedad poética y moral del auto sacramental: género de asentada raigambre en la tradición escénica española, pero que al mismo tiempo fue el blanco de las críticas clasicistas, que veían en él el ejemplo paradigmático del desarreglo barroco, contrario a la necesaria regularidad que promulgaban desde la lectura y aplicación de los clásicos. Para Moratín, su defensa acérrima en clave nacional es contraproducente, pues el auto sacramental es un género dramático vituperable que perjudica a la patria. La razón natural vuelve a ser el criterio máximo que le guía para tachar a los autos de ser una producción completamente antipoética, fruto de autores sin instrucción ni moral; su defensa, por tanto, proviene de ignorantes que desconocen las normas de la poesía. Al igual que cualquier otro género dramático, el auto sacramental tiene que estar sujeto a las reglas universales y naturales del drama. En su empeño regularizador, Moratín reduce su argumentación a la aplicación de «la regla de las reglas, a la cual se reducen las demás» (p. 21), una regla universal: la verosimilitud, la propiedad. Sobre este principio se construye otro no menos importante, que también mencionó en el Desengaño I: la ilusión, por la cual se sustenta la necesaria imitación de la realidad que debe constituir toda función teatral.  

Utilizando un tono más combativo e irónico, apelando insistentemente con preguntas retóricas a quienes le rebaten para señalar las incongruencias de su argumentación, Moratín arremete contra los desmanes poéticos del teatro de su tiempo. Se centra en desautorizar el uso desmesurado de la alegoría como recurso para justificar todo tipo de inverosimilitud, así como su empleo en el drama no es apropiado. Esto entronca directamente con el carácter simbólico de los textos narrativos y líricos de la Biblia que se representan en los dramas, puesto que la alegoría en estos casos sí está permitida en su configuración poética, pero no es apropiada para el teatro, que ha de guiarse por la verosimilitud. Por supuesto, la impropiedad latente en la unión de lo sagrado con lo profano desvirtúa el contenido moral de la pieza y carece de justificación alguna. En suma, «la alegoría no tiene poder para quebrantar las reglas de teatro, pues si la alegoría es decir uno y ser otro, sin faltar a la verosimilitud se puede hacer cualquier pieza perfecta, y toda alegórica».


De este modo, Moratín desautoriza a quienes se empeñan en seguir defendiendo al auto sacramental y a Calderón, su mayor exponente, aunque las impropiedades de este género sean incontestables. Pese a la cultura y piedad de Calderón, sus autos son reprobables, contrarios a la moral y a la rigurosidad histórica (aspecto que desgrana en varios ejemplos del dramaturgo), e impropios en sus materias dogmáticas. Aunque comparte con Mayans y Siscar la opinión de que fue el poeta que mejor trató el idioma, después de Lope, no por ello sus obras carecen de extravagantes metáforas y frecuentísimos defectos (p. 28) y de referencias inadecuadas (como la ambientación de relatos bíblicos en ambientes populares de Madrid) o de difícil interpretación, que, puestos en boca de personajes de la Historia Sagrada, redundan en la inverosimilitud de la pieza. Moratín incluso afirma que «esta libertad en exponer la Escritura es uno de los orígenes de la herejía» (pp. 31-32).

El auto sacramental calderoniano, por tanto, carece de toda teología bien formulada, coherente y rigurosa en su planteamiento, y apropiada en su disposición dramática como para constituir una enseñanza útil para el público. Anulada su vertiente divulgativa y religiosa, Moratín propone que el género trágico, ordenado según las reglas de la poética clasicista, puede transmitir con mucho más acierto la Historia Sagrada «sin necesitar de extravagancias ni prosopopeyas monstruosas» (p. 33), al estilo de Esther y Athalia de Racine, o, como referente de la antigüedad, el Christus Patiens de Nacianceno. Aun así, la escena española no es adecuada para representar estos relatos sagrados, bien por la poca calidad de sus autos, bien por la impericia de las compañías de actores, que confunden la solemnidad sacra con lo profano. De las palabras de Moratín se deduce el precepto de la inviolabilidad e inmutabilidad de las Escrituras y sus dogmas de fe: por tanto, no deben ser representados en vulgares corrales de comedias, adaptándose a la pluralidad de voces y pareceres del público. El erudito desprecia el auto sacramental por sus muchos defectos, y el necio es naturalmente incapaz de comprender su contenido.

Al igual que hizo en la Disertación I, Moratín reconoce el don para la invención de Calderón, superior al de Corneille, pero reprueba su inferior capacidad en «el arte y majestad del teatro, en el manejar la naturaleza, en exprimir los afectos y otros grandes primores» (pp. 36-37). A raíz de este juicio ofrece la conclusión a este discurso, en clave nacional. Sabiendo que su ataque a Calderón le granjeará las furibundas respuestas de los defensores acérrimos del teatro español barroco, Moratín se hace fuerte en el convencimiento de que, aunque le tachen de extranjero, él solo actúa desde el conocimiento de la verdad y la voluntad de beneficiar a la cultura española. Apela de nuevo por la reforma del teatro, siguiendo modelos extranjeros de calidad, y propone su propia obra, aunque imperfecta, como ejemplo de correcta aplicación de la poética reglada, y modelo para futuras y mejores contribuciones.

  • Del mismo modo, Moratín enlaza también con otro texto teórico suyo, el prólogo a la tragedia Lucrecia.

 

Descripción bibliográfica

Fernández de Moratín, Nicolás, Desengaño II. Al theatro español, sobre los autos sacramentales de don Pedro Calderon de la Barca. Su author don Nicolás Fernández de Moratín, [Madrid: s. i.], [1763].
22 pp.; 8º. Sign.: BNE T/22422.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000092057

Bibliografía

Bezhanova, Olga y Jesús Pérez-Magallón, «La identidad nacional y Calderón en la polémica teatral de 1762-1763», Revista de Literatura, LXVI/131, 2004, pp. 99-129.

Fernández de Moratín, Nicolás, La Petimetra. Desengaños al teatro español. Sátiras, edición de Miguel Ángel Lama Hernández y David T. Gies, Madrid: Castalia, 1996.

Rodríguez Sánchez de León, María José, La crítica ante el teatro barroco español (siglos XVII-XIX), Salamanca: Almar, 2000, pp. 129-139.

Cita

Nicolás Fernández de Moratín (1763). Desengaño II al theatro español, sobre los autos sacramentales de don Pedro Calderón de la Barca, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<http://212.128.132.174/d/desengano-ii-al-theatro-espanol-sobre-los-autos-sacramentales-de-don-pedro-calderon-de-la-barca> Consulta: 23/11/2024].