Pedro María Olive continúa reprochando al traductor de la obra francesa, Agustín García de Arrieta, sus adiciones y sobre todo que son retazos de autores varios a los que ni siquiera nombra. En este caso, analiza los apéndices sobre la comedia y tragedia españolas que Arrieta incorporó a su versión. Respondían estos al propósito de ofrecer un relato de la historia española complementario al que la obra francesa hacía de sus autores dramáticos. Olive, como en los casos anteriores, resume las ideas de García de Arrieta.
Reconoce la época de Calderón como la más brillante de la poesía dramática española y a este como el más sobresaliente de los dramaturgos de su tiempo, «pues ninguno de ellos, ni aun de los que después le han seguido en esta carrera, le iguala en la amenidad, cultura y atractivo del estilo, aunque a veces peca por demasiado culto, afectado y florido» (p. 79). Alaba su capacidad para interesar al espectador. «Tiene —señala— el arte de interesar llevando al espectador de escena en escena con la más ansiosa curiosidad hasta ver el fin. También se le debe alabar por su discreción y agudeza y por lo vivo y animado de su diálogo, pero con justa razón se le nota de amanerado en los argumentos y caracteres, y de demasiado exagerado en la pintura de las costumbres que, en general, son de muy dañoso ejemplo» (pp. 79-80). Olive sigue los dictados de la norma pero antepone los valores dramáticos de los poetas que menciona, como hiciera Luzán en la Poética. En realidad, se comporta como Arrieta, pues ambos siguen la estela crítica del preceptista que si bien señala los defectos que advierte en estas piezas, también destaca la extraordinaria capacidad de los dramaturgos españoles para urdir fábulas entretenidas y desarrollarlas con acierto. Por eso, después de ensalzarles y queriendo defender las regls poéticas, escribe:
Todos los poetas de aquel tiempo adolecen, cual más cual menos, del pésimo gusto que ellos mismos habían inspirado al público, acostumbrándole tanto a él que ya les era imposible abandonarlo si querían darle gusto. Pero a todos ellos lleva la palma don Jaun de Matos Fragoso, de cuya pluma, dice Luzán, jamás se deslizó una expresión natural, pues todo es en el adjetivos, hiérboles, comparacioncitas, claveles y perlas (p. 80).
En cuanto a los autores modernos, considera merecedores de elogio a Corneille y Racine, que, en su opinión, no hacen sino aplicar las reglas del teatro griego, «pues la naturaleza es una y uno el arte que la imita; lo demás es desorden y desarreglo» (p. 84). Ahora bien, también critica el teatro de los franceses precisamente porque le parecen faltos de ingenio:
Si las composiciones de los primeros autores dramáticos, después de la restauración de las letras, son de pcoo mérito, no me parece sea por haber seguido escrupulosamente las reglas que establecieron los antiguos, ni aun tampoco por habernos presentado sus costumbres, sino porque allí se ve el arte y no el alma de la tragedia, es decir, se observa el mecanismo de las reglas, mas falta el ingenio natural, sin el cual no hay nada bueno (pp. 84-85).
Acepta que los franceses siguieron e imitaron a los dramaturgos españoles, aunque tal cuestión le parece que debe resolverse aceptando los españoles que el prestigio de Corneille se debe más a su genio ilustrado que al seguimiento de los autores españoles (p. 86).
En ese sentido, le parece que garcái de Arrieta exagera los méritos de la dramaturgia nacional. No niega la fecundidad de los ingenios españoles, pero considera que no todos los drama españoles son de la misma calidad poética:
Yo querría entender aquí por asombrosa fecundidad la de un ingenio que produce gran número de cosas nuevas y originales y que sabe luego arreglarlas al arte, porque el abandonarse a los extravíos de la imaginación, el repetir continuamente un mismo fondo variado en las formas accidentales, el amontonar incidentes inverosímiles y el no sujetarse a razón alguna, más bien lo llamaría yo pobreza de ingenio que no asombrosa fecundidad y más que Lope de Vega haya hecho dos mil comedias, y puesto nuestros autores sobre las tablas cuantos enredos de novelas puede producir la imaginación, pues al cabo todos esos asuntos vendrán siempre a reducirse a uno solo (p. 89).
Al mismo tiempo, coincide con García de Arrieta en que sería recomendable disponer de una buena colección de obras maestras del teatro español para promover así el conocimiento de este y la reforma de nuestra escena.