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Identificación

El Pluto, comedia de Aristófanes, traducida del griego en verso castellano

Pedro Estala
1794

Resumen

Pedro Estala (1757-1815) publica su traducción de Pluto, junto con un discurso sobre el género cómico, en 1794, como segunda parte del proyecto editorial que inició el año anterior con Edipo tirano (a) en la que aportó sus comentarios sobre la tragedia. Ambos textos suponen una completa exposición de las ideas poéticas de uno de los principales teóricos clasicistas españoles de finales del siglo XVIII. El origen de estos discursos se encuentra en los ejercicios que preparó para su oposición a Catedrático de los Reales Sitios en 1792 (puesto que finalmente obtuvo Santos Díez González).

El discurso ocupa las primeras 46 páginas del volumen. Frente al que firmó sobre la tragedia, donde rechazó realizar una disertación didáctica sobre las reglas poéticas y se centró especialmente en su comentario, con breves notas sobre la historia del género, en este caso el discurso es más una revisión histórica e historiográfica, con claros tintes políticos, que un análisis del género cómico moderno.

Estala comienza comentando el concepto de imitación, como criterio base para concebir el proceso de creación artística. La imitación es una cualidad natural por la que se accede al conocimiento de la naturaleza, y, por consiguiente, de las técnicas artísticas necesarias para poder reproducirla. La perfección de la imitación está sujeta al progreso epistemológico humano: el sujeto civilizado imitará con mayor acierto lo que le rodea, con el fin de instruir a otros. Esto se aplica igualmente al arte dramático. Estala repasa sus orígenes en la antigüedad clásica, en cómo la observación de la realidad llevó a la clasificación de las acciones humanas en dos categorías, que originan sus correspondientes géneros dramáticos: tragedia y comedia.

Al igual que hizo con la tragedia en su discurso previo, Estala interpreta la comedia clásica en clave política, con el fin de repudiar el modelo de gobierno republicano de la antigua Grecia. Si la tragedia promovía un pernicioso desafecto hacia la monarquía, la comedia, «diversión grosera de aldeanos y gente soez» e incivilizada en sus comienzos (p. 4), suscita la risa hacia los ciudadanos particulares que han contribuido a su progreso. Para Estala, la democracia, al anular al individuo bajo la predominancia del pueblo, se hace fuerte por sistema gracias al desprecio público de sus hijos: si los gobernantes, al fin y al cabo parte del pueblo, benefician a la república, entonces el pueblo está obligado moralmente a negarles su gratitud para evitar que caigan en el orgullo; y si el gobierno actúa mal, entonces el pueblo debe, con mayor motivo, criticarlo (p. 13), para así purgar los vicios de la sociedad. Esta señal de ingratitud es el fundamento de la sátira que sustenta la antigua comedia griega, indisolublemente ligada al gobierno democrático. Por tanto, bajo el gobierno oligárquico de Atenas el drama mudó a otras formas para evitar la censura: la comedia antigua, en suma, es totalmente inapropiada en un modelo monárquico, supeditado a la obediencia total al soberano. De la acusación particular se pasa a la ridiculización de lo general en la comedia nueva.


La obra de Aristófanes es para Estala un ejemplo paradigmático de la comedia antigua, por su «estilo bello y elegante, pero mordaz, licencioso y a veces muy torpe» (p. 7); argumenta su opinión con un prolijo resumen y comentario de Los caballeros. En la comedia nueva, por su parte, destacan Menandro y Terencio: la comparación entre ambos le lleva a rebatir al abate Juan Andrés, quien manifestó la superioridad del romano Terencio. Estala, por el contrario, como helenista, asevera la predominancia de los griegos (como Apolodoro, Difilo, Alexis, Posidio y Filemón) sobre los latinos. Más aún, el sistema político imperial de los romanos es, a juicio la Estala, la causa de que no cultivasen la tragedia más allá de unas pocas copias y traducciones de textos griegos. Por otra parte, y en cuanto a las fábulas pretextatas (o togadas), sobre tema político y senatorial, las considera más cercanas a la moderna comedia heroica, por carecer de un pathos verdaderamente trágico, fruto de los rigores del hado –más allá de estar protagonizadas por personajes nobles y presentar una catástrofe desgraciada–. En suma, la comedia moderna procede sin duda alguna del modelo griego, difundido en traducciones latinas.

El criterio de la capacidad natural subyace en estos planteamientos, que justifica en afirmaciones de Quintiliano y Horacio: los romanos son peores en el ámbito literario que los griegos por su carácter impaciente, que implica su desatención hacia la creación literaria y el desinterés hacia su perfección; también por su preferencia hacia el espectáculo circense y no el teatral. De Plauto indica que su estilo es «vivo, gracioso y ameno», aunque son chistes son de estilo bajo y grosero (p. 20), adecuados por tanto a la rusticidad del pueblo para el que escribía. Es un autor de gran ingenio en la construcción de caracteres y diálogos, pero irregular en el estilo. Terencio, por el contrario, es de un estilo más filosófico, aunque más frío en su sentido del humor: carece de suficiente ingenio pero lo compensa con la calidad poética de sus textos y su lenguaje apropiado y desafectado. Si Plauto escribe sobre lo particular, Terencio lo hace sobre lo general: Estala extrapola esta dualidad a la condición de Plauto como autor para el pueblo y de Terencio para la aristocracia.

Prosiguiendo con su recorrido histórico, dedica pocas palabras a narrar la decadencia y olvido de los dramas clásicos y el auge de los oscenos pantomimos, en los que encuentra la causa de la censura eclesiástica antigua hacia el arte dramática de su tiempo. Desvía entonces el foco de su discurso hacia la cuestión nacionalista: afirma que si bien la restauración de la dramaturgia clásica pudo venir de mano de los italianos (meros imitadores, que no reconocen a sus modelos españoles), y los franceses son quienes han llevado al teatro moderno a su mayor perfección, gracias a los españoles la comedia, al igual que la tragedia (como sostuvo en su discurso anterior), llegó a su configuración moderna, sirviendo así de modelo para toda Europa. No obstante, reconoce que la comedia tardó más en asentarse en la tradición dramática española, por culpa de la oposición de los teólogos patrios: actitud que achaca a la influencia de la herejía protestante, contraria a los espectáculos teatrales (p. 35). Aun así, en una larga loa de Agustín de Rojas (de la que transcribe muchos versos), encuentra pruebas de la pervivencia de cierto teatro español durante el siglo XVI. Precisamente, la falta de una corte culta, de un programa oficial de mecenazgo, implicó que un dramaturgo como Lope de Rueda pudiese desarrollar de forma apropiada su fecundo ingenio, y quedase reducido a «un farsante de la farándula». La misma grosería encuentra en Torres Naharro; Juan de la Cueva sí le parece más digno de elogio por su excelente estilo y ser bastante regular en la fábula; de Cervantes le sorprenden para mal sus desatinadas comedias, indignas del ingenio que escribió el Quijote; Valbuena, aunque buen teórico, pergeñó una fábula monstruosa en su Bernardo.


Sobre este repaso histórico, Estala aprovecha para rebatir las conclusiones de Nasarre sobre el teatro áureo español. Rechaza su alabanza a otros «cómicos nuestros desconocidos» que le lleva a despreciar a Lope y sus coetáneos. Estala profundiza así en su apología por ellos, que ya había introducido en su discurso anterior: emplea como criterio valorativo la apreciación del ingenio de estos dramaturgos barrocos y su condición de clásicos para los escritores extranjeros imparciales, de quienes se presupone su autoridad en el teatro moderno. Pese a no cumplir las reglas más obvias del drama, mezclar los géneros y atropellar la verosimilitud, Lope, Calderón y sus sucesores son, para Estala, quienes elevaron el teatro español con sus excelentes fábulas, su notable estilo, su habilidad compositiva de lances y caracteres, que causaba deleite en el público (pp. 37-38). No obstante, cae también en el lugar común de considerar que la dramática española desde finales del XVII experimenta una acusada decadencia, salvo por «algunas comedias bastante agradables de Cañizares» y las tragedias y comedias escritas en los últimos años según la poética clasicista: en este sentido, aporta opiniones muy positivas sobre las comedias compuestas por su amigo Leandro Fernández de Moratín (El viejo y la niña, La comedia nueva, El Barón, El Tutor y La Mojigata) (pp. 42-44). Sí dedica durísimas palabras contra la «turba de copleros famélicos, despreciables autorcillos» que han contaminado la escena española actual con monstruosidades carentes de ingenio (porque sus creadores son naturalmente incapaces de ello), inadecuadas para la comedia (sobre todo, carga contra la comedia heroico-militar sobre hechos de guerra modernos), de nefasto contenido moral y estilo ampuloso, pobres en el lenguaje y la versificación e inapropiadas en su inverosímil y forzada aplicación de algunas reglas.

Resulta así inevitable tratar en este discurso la polémica sobre la licitud del teatro barroco, y Estala la aborda desde una perspectiva pragmática: la crítica negativa queda deslegitimada si se realiza desde el desconocimiento de la práctica en composición de comedias. El saber se concibe así como sujeto a un perfeccionamiento generacional, que conduce a la apreciación del ingenio compositivo por encima del rígido cumplimiento de las reglas en «comedias arregladísimas y fastidiosísimas que, apenas nacen, quedan sepultadas en perpetuo olvido» (p. 38). Aun así, Estala es proclive a la refundición de comedias antiguas, con el fin de amoldar su calidad intrínseca a una mayor regularidad, uniformidad, propiedad y verosimilitud.

La calidad de este teatro español, en definitiva, queda probada, según Estala, en su consagración como canon para los dramaturgos extranjeros como Rotrou, Corneille y Molière, quienes ennoblecieron la escena europea. Late así en este discurso, al igual que en el dedicado a la tragedia, una voluntad de crear una identidad cultural nacional a partir del reconocimiento externo, puesto que entre los eruditos patrios han escaseado tales opiniones positivas o han errado en el foco y sus conclusiones. Culmina así un discurso de carácter y alcance fundamentalmente historiográficos. Subyace en esta aportación el tópico de la decadencia del teatro español, y por tanto la concepción del arte dramática como una progresión cíclica, que experimenta sucesivas decadencias y ascensos hasta culminar en su perfección. Incluye breves comentarios políticos y morales para legitimar las virtudes de este género como instrumento idóneo para la educación moral y política del pueblo analfabeto, así como garante de su diversión, siempre y cuando sea un ocio honesto y decente.

  • Estala, Pedro, Edipo tirano, tragedia de Sofocles traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna. [...], Madrid: Imprenta de Sancha, 1793.
 

Descripción bibliográfica

Estala, Pedro, El Pluto, comedia de Aristófanes, traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la comedia antigua y moderna. Por Don Pedro Estala, presbítero, Madrid: Imprenta de Sancha, 1794.
158 pp.; 8º. Sign.: BNE  U/1941.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000111013

Bibliografía

Arenas Cruz, María Elena, Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo XVIII español, Madrid: CSIC, 2003.

Estala, Pedro, Prefacios y artículos de crítica literaria, ed. de Arenas Cruz, María Elena, Ciudad Real: Diputación de Ciudad Real, 2006.

Cita

Pedro Estala (1794). El Pluto, comedia de Aristófanes, traducida del griego en verso castellano, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<http://212.128.132.174/d/el-pluto-comedia-de-aristofanes-traducida-del-griego-en-verso-castellano> Consulta: 23/11/2024].