El escolapio Pedro Estala (1757-1815) fue uno de los principales teóricos del pensamiento clasicista español en el último tercio del siglo XVIII y primeros años del XIX. Entre otras tantas obras, publicó traducciones de Edipo rey, de Sófocles, y Pluto, de Aristófanes, en 1793 y 1794 respectivamente, mientras realizó labores bibliográficas en los Reales Estudios de San Isidro. En estos textos expone, en sendos prólogos, sus ideas poéticas relativas a los géneros de la tragedia y la comedia. Ambos constituyen los ejercicios que preparó en su fallida oposición al puesto de Catedrático de los Reales Sitios, en 1792 (plaza que perdió frente a Santos Díez González).
El «Discurso sobre la tragedia» ocupa las cincuenta primeras páginas de la traducción de Edipo tirano. En una «Advertencia» preliminar (p. [2]), Estala indica que el texto es el resultado de su ejercicio de oposición, si bien su traducción es independiente de él: las concomitancias entre ambos son causales («[...] en esta tragedia se ve comprobado todo lo que en el discurso establezco»), porque Estala configura su discurso a partir de su saber como traductor de griego y estudioso de la literatura clásica. Por otra parte, prefigura un proyecto editorial con la futura publicación de otras tantas traducciones de textos clásicos griegos, con sus correspondientes discursos teóricos. El éxito de este proyecto recae, por una parte, en «la atención del público» lector, y por otra en «la censura de los sabios que concurren a las lecciones de la mencionada cátedra: Estala, por tanto, prosigue con su empeño de opositor, y concibe su proyecto editorial como una labor erudita que afiance públicamente su perfil idóneo para la plaza. De tal proyecto solo llevó a la imprenta la traducción de Pluto.
Estala comienza su discurso asumiendo la proliferación previa de poéticas y preceptivas clasicistas, que pueden hacer «parecer ocioso un discurso sobre la naturaleza de la tragedia» (p. 3). Pero contrapone su aportación a las otras muchas de varios gramáticos que han tergiversado la poética aristotélica para amoldarla a «sus opiniones absurdas [...], que han cargado el arte dramática de reglillas arbitrarias que solo sirven para impedir los progresos del ingenio». Por tanto, prescinde de relatar su «origen, progresos, definiciones y reglas menudas» para, por el contrario, definir el «objeto, naturaleza y diferencias esenciales» entre tragedia y comedia, y entre la aplicación clásica y moderna de cada género: todo ello basándose en el comentario de autoridades.
El primer asunto comentado por Estala es el contenido político de la tragedia. Para Estala, el carácter público del teatro y su naturaleza visual lo convirtieron, en la antigüedad clásica, en un instrumento idóneo para inculcar en el pueblo el odio a la monarquía. Sigue aquí el fundamento ilustrado del teatro como escuela de buenas costumbres, contraponiéndose su rechazo ante una literatura que considera profundamente antimonárquica con su admiración ante la perfección literaria de obras como Edipo tirano. Tras resumir su argumento, comenta algunos de sus elementos, aquellos que lo convierten en ejemplo de tragedia prototípica y perfecta.
Para ello, realiza un recorrido histórico y crítico por el teatro antiguo, para compararlo luego con el moderno. Previamente, recuerda un rasgo distintivo de la tragedia pura como es el que su inevitable y terrible desenlace recaiga en un personaje imperfecto (como Edipo), cuya desgracia conmueva al mismo tiempo que se percibe inevitable como castigo asociado a una culpa. Es este un aspecto que permite el efecto catárquico del público, pero que no tiene ya «ningún uso en la moderna» tragedia, en la que la condena recae sobre personajes en extremo negativos. A continuación, Estala resalta y justifica con argumentos históricos el carácter religioso (pagano) del teatro clásico, como medio idóneo de instrucción política y moral, para inculcar en el pueblo el temor al destino. Después destaca el carácter musical de los dramas antiguos que, en su opinión, «se cantaban enteramente» (p. 12) atendiendo a las características prosódicas del habla griega y romana, lo que les confería verosimilitud a ojos de los espectadores antiguos.
Sobre estas bases, carga contra el concepto de «ilusión» escénica. Para Estala (en ideas que tienen ecos en Metastasio y Marmontel, según apuntó Checa Beltrán), la razón de ser de las artes recae en el placer estético que causan en el espectador y por ello no precisan de un alto grado de fidelidad a la realidad. Aplicado al drama, Estala considera que su inherente artificialidad imposibilita todo tipo de ilusión: se justifica en las condiciones de representación (el entorno, los disfraces) y los códigos escénicos (la pantomima, las ficciones representadas, la locución en verso, el canto y el baile), pues «[...] es preciso conceder varias licencias, las cuales están establecidas por una tácita convención entre el teatro y los espectadores [...]» (p. 22). Desde esta puesta en cuestión de la «ilusión», aborda su comentario posterior de la teoría de las tres unidades. Tras negar que las de lugar y tiempo figuren en las preceptivas clásicas, sostiene que el seguimiento estricto de tales reglas solo intensifica la sensación de verismo incongruente en el drama. Se opone así radicalmente a los «pseudoeruditos» que supeditan todo mérito de una pieza al estricto cumplimiento de tales reglas ficticias. Aun así, Estala reconoce que tanto la unidad de tiempo como la de lugar son pertinentes, pero solo si derivan de la de acción, esto es, si un argumento coherente y bien hilado propicia una disposición espacial y temporal apropiada, aunque sea en detrimento de la aplicación de las reglas o, incluso, de la verosimilitud del drama. Debe primar en todo caso el gusto del espectador a la rigidez poética.
Solo desde la imitación pueden asumirse las convenciones de ambos géneros, el cómico y el trágico; más aún en el caso de la tragedia, puesto que la intensidad de las desdichas que plantea resultaría «absolutamente insufrible» para el espectador si fuese percibida como real y no como imitación, lo que anularía la capacidad catárquica de la tragedia moderna. Estala resuelve la aparente contradicción (al fin y al cabo, la tragedia moderna también produce efectos emocionales en el espectador) al sostener que el fin de este teatro no es purgar el ánimo de quien asiste a la función, sino fomentar la compasión hacia el sufrimiento representado, que es posible gracias a la natural sensibilidad humana. De este modo, Estala plantea una teoría de la sensibilidad aplicada a la recepción del arte dramática: el fin catárquico no debe ser el objetivo exclusivo de la tragedia moderna, puesto que eso implicaría despojar al ciudadano de su temor y respeto hacia la autoridad, así como de su empatía hacia sus semejantes. En la tragedia moderna debe primar la compasión, mientras que en la antigua lo hacía el temor.
Prosiguiendo con su comparación entre la tragedia antigua y la moderna, Estala afea los preciosismos y efectismos del canto, pues estropean los afectos que debe producir la obra. Destaca también la sencillez de los textos clásicos, ajenos a la propensión moderna por la acumulación de incidentes: ve en ello una ventaja para la finalidad moral de la tragedia griega, puesto que esta sencillez «era el medio más propio de fijar en los ánimos las ideas» (p. 26). De ello podemos también inferir una sustancial diferencia entre el lector y el espectador, pues para aquel están compuestas las obras más complejas en incidentes, y para este las más sencillas, en las que los efectos escénicos sostienen el potencial emocional del texto. Sobre el lenguaje y estilo, incide en que el carácter heroico de los personajes trágicos clásicos, frente a la humanidad de los modernos, justifica su lenguaje plagado de recursos líricos, a priori inverosímiles. Aporta también notas sobre su preferencia por la división tripartita en actos y por la versificación al estilo español, que posee «una armonía siempre varia y muy grata al oído» (p. 47).
A continuación, repasa los orígenes de la tragedia moderna, partiendo de los antecedentes italianos (y sus imitadores españoles, como Bermúdez, Virués o Argensola) como copia muy imperfecta de los modelos clásicos. A Lope, Calderón y sus contemporáneos les dedica palabras positivas, pues, si bien no eran doctos, sí otorgaron mucho ingenio al teatro y un «realce [...] que fue el origen de todo lo bueno que hoy vemos» en Europa (p. 28), con el fin de agradar al público; todo ello, a pesar de sus defectos, como la consabida «confusa mezcla del trágico más sublime con el más bajo cómico» (p. 29). Pero en estos híbridos defectuosos aún se aprecian rasgos de buena comedia y tragedia, y su mérito reside en que aciertan en su irregularidad a imitar la imperfección de la naturaleza, en vez de caer en la falacia de la «ilusión».
En consecuencia, señala en Corneille y su imitación de las Mocedades del Cid de Guillén de Castro el punto de partida de la renovación teatral moderna en Europa, si bien desde una poética y una finalidad instructiva que difieren sustancialmente de la tragedia clásica: la interpretación de Estala es abiertamente nacional, pues sostiene que esto no sería posible sin la influencia que en Corneille ejerció la tragicomedia española. Sobre ello retoma su comentario acerca del contenido político del género: la tragedia moderna solo puede aspirar a «hacer la virtud amable e interesante, proponer grandes modelos de fortaleza en las desgracias y excitar nuestra sensibilidad» (p. 30), incluso aunque se recuperen argumentos clásicos. Fedra de Racine, y los Edipos de Corneille y Voltaire le sirven para ejemplificar estas afirmaciones.
En conclusión, y como señala Checa Beltrán (pp. 250-253), Estala firma un discurso abiertamente nacionalista, adscrito fehacientemente a la cultura patria y a la monarquía absoluta. Introduce «una perspectiva historicista en la teoría literaria de entonces», enriqueciendo el debate sobre la poética dramática (pp. 262-263). Reconoce el mérito de la tragedia clásica, pero asume que ni por sus rasgos formales ni, sobre todo, por sus contenidos políticos, es apropiada para la sensibilidad del público moderno y sus gustos dramáticos. No obstante, admite que aún resulta provechosa y que la imitación de los modelos clásicos por parte de autores franceses como Racine y Corneille ha llevado el género a su esplendor actual. Pero esto solo fue posible porque el arte dramática española, por naturaleza superior en versificación e ingenio, predispuso a una adaptación sobresaliente de la poética antigua, si bien España no ha logrado sobresalir en la composición de tragedias debido a los excesos tragicómicos de sus ingenios.