Jean Mabillon (1632-1707) fue un monje francés de la escuela de Saint-Maur conocido por su defensa de las ciencias historiográficas y, en particular, de la diplomática, la paleografía y la filología. Su Traité des études monastiques se publicó en 1691 y se tradujo al español en dos volúmenes en 1715. Lo publicó en Madrid la viuda de Mateo Blanco.
Mabillon destaca por su aportación a la crítica documental, así como a la crítica textual. Ofrece al lector un método de estudio capaz de seleccionar y cotejar la información recabada para realizar estudios fidedignos. En este sentido, representa la conjugación del rigor intelectual y la profesión de la fe. Sus advertencias relativas al proceder de la crítica dejan buena constancia de ello.
El Tratado se erigió en una respuesta al abad Rancé quien en 1683 publicó su visión de la vida monacal en Santidad y deberes de la vida monástica, donde defiende que la vocación de los monjes no ha de ser el estudio sino la penitencia. Se suma así a las corrientes contrarias a la formación de los religiosos, por cuanto podría hacer peligrar su fe o cuestionarse las verdades reveladas con una lectura errónea de las Escrituras y de los Santos Padres. Por su parte, Mabillon, y con él la Congregación de San Mauro, defendieron que los monjes debían dedicarse al estudio y así concibe su obra como una guía para los monjes más jóvenes. El texto de Mabillon fue replicado en 1692 por Armand-Jean de Rancé en suReponse au Traité des études monastiques.
Descripción bibliográfica
Mabillon, Juan, Tratado de los estudios monásticos, dividido en tres partes. Con una lista de las principales dificultades que se encuentran en cada Siglo en la lectura de los Originales; y un Catálogo de Libros selectos, para componer una Biblioteca Eclesiástica. Compuesto en francés por el Reverendísimo Padre Maestro Don Juan Mabillon, Monge Benedictino de la Congregación de San Mauro. Y traducido en castellano por un monge español de la congregación de San Benito de Valladolid, Madrid: Blas Roman, 1779.
433 pp., 1 h.; 4º. Sign.: BNE U/7916.
Dubuis, Michel, «Érudition et piété. La réception en Espagne du Traitré des études monastiques de Mabillon», en Saugnieux, Joël (dir.), Foi et Limières dans l'Espagne du XVIIIe siècle, Lyon: Presses Universitarires de Lyon, 1985, pp. 113-165.
Jadart, Henri, Dom Jean Mabillon (1632-1707): étude juivie de documents inédits sur sa vie, ses oeuvres, sa mémoire, Reims: Deligne et Renart, 1879.
Broglie, Emmanuel de, Mabillon et la société de l'abbaye de Saint-Germain des Prés à la fin du dix-septième siècle, 1664-1707, París: Plon, 1888.
Mabillon, Jean, Tratado de los estudios monásticos, Zamora: Ediciones Monte Casino, 2003.
Advertencias y consideraciones para que el estudioso no se desaliente
[...]
Con ser la obra tan excelente, me parecieron precisas algunas precauciones para que su demasiado resplandor no encandile los ojos de los principiantes y, en vez de excitarlos a seguir los consejos que sugiere, cause en muchos el efecto contrario, aterrándolos con lo mucho que propone para que se lea y estudie a que no parece basta la capacidad de un hombre por dilatada y amplia que sea, ni la cortedad de la vida humana. Por milagro se hallará un hombre que sepa con perfección una u otra de las ciencias y facultades que nuestro autor propone, ¿pues cómo podrá emprender la prolija y dificultosa carrera de casi todas que parece pide nuestro autor en quien aspira al titulo de letrado?
Pero si se considera su intento (que explica en varias partes) y la materia más despacio, cesarán estos terrores pánicos y se formará distinto juicio del que algunos podrán hacer si lo miran superficialmente y sin profundizar más.
Porque lo primero, no propone nuestro autor indiferentemente a todos un estudio tan dilatado y vasto. Eso fuera pedir mucho y más se puede desear que esperar que haya de haber muchos que puedan acometer una tan dilatada provincia. Propone, pues, varias facultades para diversos genios y caudales para que cada uno se aplique o sea aplicado por la obediencia a aquella o a aquellas a que le juzgaren más a propósito sus prelados. [...]
Tampoco se debe juzgar que intenta nuestro autor se lean y estudien todos los libros que cita tocante a una materia. Pone tantos para que quien no pudiere tener unos, se valga de los otros, y para dar en que escoger a los lectores conforme a la variedad de gustos y genios. Son estos no menos varios y extravagantes que los paladares y, al modo que los manjares, agradan o empalagan conforme la constitución y contextura particular de cada individuo. Así, los libros que son excelentes para unos, no son tan del gusto y aceptación de los otros. Es, pues, menester para agradar y aprovechar a todos, toda la variedad y multitud que la diligencia de nuestro autor próvidamente propone.
Con estas dos advertencias quedan muy descargados los lectores y puede cesar el horror que la variedad de facultades y libros que nuestro autor trae pudiera causar en el ánimo de los estudiosos, principalmente si son bisoños.
Es verdad que los sujetos de mayor capacidad, a quienes, por los talentos que Nuestro Señor les ha dado y por la destinación de sus prelados, se les señala una más larga carrera, necesitan de más noticias, de lectura más difusa y dilatada y de estudio más extenso y serio que los antecedentes. Porque para ser eminentes en una facultad, necesitan de muchas y el que se aplica a una sola, descuidándose de las demás, por más que se aventaje y aproveche en ella, medio sabrá las cosas y nunca vendrá a sobresalir aun en aquella ciencia que profesa y a que únicamente se dedica.
[...]
Para que no ponga grima un estudio tan dilatado y prolijo como el explicado, pondremos algunas advertencias y consideraciones para que el estudioso no desaliente. Sea la primera que, aunque hemos dicho que para saber con eminencia una facultad se requiere la noticia de muchas, no pretendemos empero que todas ellas se hayan de saber con perfección. La que una persona elige para ocupación de por vida ha de ser la que ha de cultivar más. Después de esta, las que tienen más conexión, y últimamente bastará una superficial y universal noticia de las que raramente se requieren y necesitan en la facultad y ciencia que se estudia y cultiva de propósito.
La segunda es que, aunque un hombre que aspira a la realidad más que al titulo de erudito, necesita de leer y comprender una infinidad de libros y autores, no es esto tan inaccesible como a primera vista se representa. Un gran teólogo, v. gr., para estar en los fundamentos de la religión cristiana y defenderla contra las sectas que ha habido, hay y puede haber en adelante, debe leer casi todas las apologías que los antiguos Padres y muchos modernos han escrito en su defensa y esto no es tan arduo como se piensa porque con leer y estudiar un excelente apologista, [...] se facilita o se excusa la lectura de muchos [...]. Lo mismo se puede decir acerca de otras facultades que han tratado muchos y no es nuevo cuanto dicen, sino repetido de otros; así pide menos tiempo y trabajo su lectura y comprensión.
En tercer lugar, se ha de advertir que lo mucho que se propone para que se lea y estudie no se ha de hacer en pocos días ni meses, sino que ha de ser la ocupación de muchos años, y aun de toda la vida por larga que sea. Es una tentación muy común en todos los que empiezan una larga carrera proponérseles de un golpe lo que se ha de caminar poco a poco, sucesivamente uno después de otro. Con eso desmayan muchos, desesperados de poder llegar al término que miran tan distante. Consideren los tales este consejo de san Gregorio Nacianceno: Ne simul totum videns, totum relinquas. Non maris totas simul transmittis undas. Mucho es lo que hay que leer y estudiar para llegar a ser docto y salir eminente en cualquiera facultad que sea. Mas esta carga que parece excede a las fuerzas humanas es soportable si se considera que se ha de llevar poco a poco. El peso que a un gigante de una vez agobiara, lleva con facilidad un niño repartido en muchas veces y muchos días. Es infinito lo que se trabaja y estudia al cabo de un año, si cada día se trabaja un poco. ¿Qué, pues, no se podrá hacer si se continúa el trabajo por treinta o cuarenta años?
Últimamente para llegar a saber variedad de ciencias y facultades se debe observar la regla que da nuestro autor (cap. VI de la Parte II) que se reduce a estudiar de cada facultad lo necesario, y dejar lo inútil y superfluo, y que no sirve ni para apoyar la fe ni edificar las costumbres, sino para una vana ostentación y pueril curiosidad. Si los hombres se redujesen a seguir esta regla, ¿en cuán breve espacio conseguirían ser peritos en una facultad y cuanto ocio y tiempo les quedaría para aplicarse a las demás? Es infinito lo inútil y superfiuo que se ha introducido en casi todas, sin haberse eximido de esta plaga aun las más sagradas. ¿Cuántas cuestiones inútiles se mueven sobre la Sagrada Escritura? ¿Cuántas se disputan un día y otro día, un año y otro año en las escuelas, que ni sabidas ni averiguadas aprovechan, ni ignoradas dañan? Cuánto más sobrios fueron en esta parte los Padres de la Iglesia que apenas trataban cuestión que no condujese a la reformación [sic] de las costumbres, observancia de la disciplina o pureza de la fe. Revuélvanse los varios escritos de Agustino, léanse los dilatados comentarios de Crisóstomo, apenas se hallará en ellos cosa que huela a curiosidad. Todo quanto tratan es edificativo, todo útil, todo santo, todo necesario.
Y si este abuso ha tenido entrada en el Santuario, ¿qué no se ha introducido de inútil y superfluo en las ciencias humanas? ¿Qué impertinencias no examinan los gramáticos, críticos y retóricos? ¿En qué laberintos no se cansan en vano los astrólogos, geómetras y filósofos? ¿Qué esfuerzos y gastos no han hecho los químicos por hallar la piedra filosofal? Cercénese todo esto de las ciencias y facultades, procurando saber de ellas lo útil y necesario, y se hallará que todas o las más son comprensibles. Pero si nos divertimos en cuestiones inútiles, en disputas vanas y controversias pueriles (que es lo que las hace enredosas y prolijas y de nada sirve ni puede servir), ni la mayor capacidad, vida y memoria bastará para saber la más mínima de las ciencias. Pero la lástima es que no se tienen vulgarmente por doctos los que saben lo que basta y es útil de cada facultad, sino a los que han gastado su vida y empleado su caudal en cosas sutiles e impertinentes, como tampoco se tiene por rico al que tiene lo necesario, sino al que posee lo superfiuo. Siendo asi que es muy diferente en la realidad porque aquel es verdaderamente sabio, que sabe lo que conviene, no el que, ignorando esto, como de ordinario sucede, sabe solo lo curioso, inútil, y a veces nocivo: Qui fructuosa, non qui multa scit, sapit.
¿Pero cómo distinguiremos lo útil de lo inútil, lo superfluo de lo necesario? Para esto da nuestro autor en la tercera parte excelentes documentos, con doctrina de Padres de la Sagrada Escritura, con razones muy vivas y eficaces, y con gran magisterio. Todo aquello que conduce al conocimiento de Dios, a su amor y servicio, provecho privado de cada uno o común del próximo, es útil y se debe estudiar. Al contrario, lo que no conduce a alguno de estos fines, mediata o inmediatamente, se debe omitir como superfluo y aun nocivo. [...] Si así lo hacemos, no solo sacaremos el fruto de nuestro estudio, sino le abreviaremos y facilitaremos de suerte que haga manual, tratable y comprensible, lo que a la primera vista parecía insuperable e inaccesible.
Concluyo proponiendo y respondiendo a un reparo que se puede hacer, si ya no se ha hecho, acerca del estudio de la Teología Moral y se reduce a que lo que propone este autor parece idea platónica, en especial para nuestros españoles, que se han criado con [ilegible] principios y máximas diversas y opuestas a las de nuestro autor y a las que comúnmente, tocante a este punto, corren hoy en [ilegible] y así que lo que acerca de esta materia enseña, sería inútil y acaso nocivo a nuestros estudiantes españoles.
Respondo que es verdad será dificultoso, si no imposible, que lo que nuestro autor tocante a este punto dice se pueda por acá admitir en la especulativa y mucho menos en la práctica. Pero, sin embargo, tengo por útil la doctrina de nuestro Mabillon tocante a la moral: lo primero porque los autores que tratan de Moribus de ordinario aprietan la mano, sean cristianos o gentiles, conociendo que sus lectores y discípulos no han de seguir puntualmente las máximas, y así piden más de lo que se debe y es obligación para conseguir lo justo y obligatorio. [...]
Rara vez hacen los hombres enteramente lo que deben y les encargan, así se les pide más para que queden en una medianía loable, así nuestro autor, para que sus lectores obren las opiniones moderadas o benignas y se aparten de las licenciosas o relajadas propone que abracen las más estrechas.
Lo segundo, puede aprovechar su doctrina para que los que han estudiado el Moral vulgar no se fíen en lo que han aprendido en las Sumas triviales, que tengan su doctrina por infalible, sino que sepan que es menester ir con gran tiento en las opiniones que deben seguir, y los maestros y doctos las opiniones que corren por el mundo y que, cuando oigan a tal o cual alguna de ellas, no la extrañen e incurran para los curiosos y eruditos, la nota de ignorantes. Si hallan razones sólidas y autoridades claras de Padres (que es a lo que más se debe atender en punto tan delicado e importante a las almas y conciencias) las produzcan y opongan a aquellas máximas, y no sean como carneros en seguir a los que van delante sin más discurso ni examen.
Con estas advertencias espero se quite el horror que pudieran causar las máximas no bien examinadas de este Tratado y que, traducido en nuestra lengua española, produzca en los españoles estudiosos el fruto que en otras naciones, que han procurado traducirlo en su lengua nativa, como en latin, italiano, etc., indicio manifiesto de la utilidad que en él han reconocido para la República literaria.
PARTE II
CAPÍTULO XIII
De la Crítica y de las reglas que en ella se debe guardar
No hay cosa mas usada el día de hoy que la Crítica. Todo el mundo se precia de esta facultad y hasta las mujeres la profesan. En efecto, esta ciencia es muy necesaria para muchas cosas y la verdad se hallara muchas veces confundida en el error y la mentira, si no se cuidara de discernirla por las reglas de la Critica. Pero muchas veces se abusa de esto y se toman algunos tanta licencia y libertad que no es menos perjudicial al ingenio, que el error o la ignorancia. Cada cual decide con osadía según su capricho y fantasía, sin examinar las materias. No se contentan algunos con usar de esta libertad en orden a las cosas comunes que se tratan en las ciencias humanas. Aun los dogmas de la fe no se escapan de su censura y pronuncian sentencia definitiva sobre un punto de religión con tanta seguridad como si fuera un concilio. Esta es acaso una de las enfermedades de nuestro siglo. Los siglos pasados pecaron por nimiamente crédulos y simples, pero en este los ingenios preciados de fuertes y maduros no admiten cosa que no haya pasado por su tribunal.
Hay, pues, una buena y una mala Crítica: la una es una luz benéfica, que ilustra no solamente a un autor, sino también a los que quieren aprovecharse de él; la segunda es un veneno peligroso que, después de haber corrompido la razón y el juicio del que está tocado de ella, derrama también su malignidad sobre los otros y sobre sus obras. Es, pues, importante dar algunas ciertas señales para distinguir la una de la otra.
Pero antes de esto conviene hacer un cabal concepto de la Crítica. Puédese definir diciendo que es una ciencia conjetural que enseña a juzgar bien de ciertos hechos y sobre todo de los autores y de sus escritos. Para conseguir esta ciencia es necesario tener mucho juicio, mucha rectitud y limpieza de ingenio, con un espíritu de orden y método para poner cada cosa en su lugar e ilustrarlas de suerte que se ayuden las unas a las otras para aclararse. Demás de estas disposiciones naturales, que no convienen a todos, son necesarias otras particulares.
Para que una Crítica sea buena y legitimarse deben observar las mismas precauciones que en un juicio y en un tribunal: 1. Es necesario que la cosa pertenezca a la jurisdicción del que juzga; 2. Que el tal Juez aplique todas las diligencias necesarias para informarse e instruirse debidamente del hecho de que se trata; 3. Que no juzgue sino fundado en buenas pruebas; 4. En fin, que no sea apasionado ni sentencie sin conocimiento de causa. Es fácil aplicar estas condiciones a la Crítica, que no es en realidad más que un juicio que se hace de la verdad sobre un punto dudoso o controvertido.
1. Es, pues, necesario, en primer lugar, que un buen crítico esté muy versado en la materia sobre la cual quiere ejercitar su ciencia. Por eso un gramático que quiere meterse (como sucede muchas veces) a decidir sobre puntos teológicos no se debe admitir su crítica y juicio en estas materias. Este género de cuestiones no pertenece a su tribunal. «La Gramática (dice doctamente un grande obispo) debe contenerse dentro de sus límites y no entrar en el santuario de la Sagrada Escritura y de los autores eclesiásticos para ejercitar allí una censura soberana y quitar o añadir según su fantasía, ni para vender sus conjeturas y a veces sus delirios, como oráculos a quienes todos deban escuchar y seguir». Esto sucedió a muchos herejes del siglo pasado.
De este número deben ser también ciertos semisabios que se meten a correctores sin título y sin la habilidad necesaria para este oficio y que corrompen los buenos libros en vez de corregirlos. Muchos hombres doctos se han quejado de esta licencia y han deseado que se atajase el exceso de esta gente osada y entremetida que hace grande agravio a la República literaria. Justo Lípsio pedía para esto que se prohibiese a toda persona que tuviese menos de veinte y cinco años, el tener o pretender el cargo de corrector; de otra suerte que fuese tenido por intruso y que sus correcciones no fuesen registradas en las actas públicas. Mas ¿quién hará esta ordenanza? No se debe siempre atender a la edad, sino a la capacidad de las personas. ¿Y quién será el juez? El país de las letras es un país libre, donde todo el mundo presume tener derecho de ciudadano.
2. No es bastante ser uno hábil en general en la materia de que depende la cuestión que se trata. Se necesita también haber estudiado el punto particular que se controvierte cumplidamente. Por ser uno teólogo sabio, no por eso ha estudiado todas las cosas con la última y suma exactitud; hay muchas que se escapan de la diligencia de los más cuidadosos. Conviene, pues, antes de juzgar y dar sentencia difinitiva sobre una dificultad haberla bien estudiado en sus fuentes y en los autores que la han tratado.
3. Después de haber hecho todas estas diligencias, es necesario ver si las pruebas son bastantemente fuertes para tomar partido; si no lo son conviene no tener el juicio que se hace sino por una simple conjetura. Nunca uno puede ser demasiadamente detenido y moderado en explicarse echando el fallo, sobre todo cuando se ve obligado a publicar su parecer, lo cual puede tener grandes consecuencias y arrastrar a muchos al mismo partido. También debemos ser muy detenidos en proponer nuestras dudas en materias muy graves, porque hay muchos ingenios fáciles a quienes la duda que un autor algo sobresaliente habrá propuesto, bastará para que ellos se muevan a decidir absolutamente sobre la materia.
Pero donde se ha de guardar grandísima moderación es principalmente en las cosas pertenecientes a la fe. Hemos de acordarnos siempre que la religión cristiana no es una arte de ciencia humana en que se ha permitido a cualquiera inquirir, inventar, quitar y añadir. Solo se trata en ella de recoger y conservar fielmente el depósito de la tradición que se nos señala en los antiguos monumentos de la Iglesia. A ella la toca pronunciar y decidir y a nosotros oírla y no levantarnos a censores y jueces de sus decisiones. Los velos sagrados de la fe nos deben ser de singular veneración. No debemos llegarnos a ellos sino temblando. Si extendieremos la mano para correr un poco la cortina, debe hacerse con un sumo respeto temiendo no ser oprimidos, como temerarios, del peso de la majestad y de la gloria de Dios vivo. Estos osados aventureros, irruptores, como los llama san Bernardo, en lugar de descubrir la verdad, son repelidos muy lejos de ella y caen en las tinieblas de su entendimiento y voluntad, en que no hallan sino el error y la mentira. En fin, no hay camino más breve para perder la fe que querer ejercitar mucho la crítica sobre la fe misma. Parece que no pudo San Hilario, obispo pitaviense, pintar mejor estos críticos presumidos que cuando dijo: Dum in verbis pugna est, dum in novitatibus quæstio est, dum de ambiguis occasio est, dum de auctoribus querela est, dum de studiis certamen est, dum in consensu dificultas est, dum alter alteri anathema esse coepit, prope iam nemo Christi est. Incerto enim doctrinarum vento vagamur, et aut dum docemus perturbamus, aut dum docemur erramus.
Al contrario, un sabio y respetuoso crítico que no busca sino su instrucción y enseñanza, que no cuida menos de regular bien su voluntad que de ilustrar su entendimiento, que no procura decir cosas nuevas, sino pensar y hablar como nuestros Padres. Este tal critico modesto se aprovecha de todo, se edifica y Dios se agrada mucho de comunicarle su luz.
Mas para llegar a este estado, debe estar el corazón libre de pasiones, y sobre todo de la de censurar, que es una enfermedad muy común a la gente moza, que se precia de su suficiencia, y no puede sufrir la menor falta, ni aun la menor apariencia de ella, no solo en los autores comunes, pero ni en los Padres mismos, sin perderles el respeto que se les debe. No se debe censurar solo por censurar, que es una bajeza de ánimo y efecto de un mal natural; mas se debe censurar para aventajarse en las ciencias y para allanar las dificultades. Tampoco debe ser uno moroso y mal contentadizo, ni debe reparar en puntillos, no sea que en vez de querer reformarlo todo, todo se estrague y se destruya.
Demás de las tres condiciones que acabo de decir, es importante en la crítica usar bien del argumento negativo. Su uso es absolutamente necesario en ciertos casos, sobre todo para destruir la fábula y cuentos que los impostores a veces inventan a su antojo para engañarnos. Su uso es absolutamente necesario en ciertos casos, sobre todo para destruir la fábula y cuentos que los impostores a veces inventan a su antojo para engañarnos. No se les puede refutar sino por el argumento negativo, pero puede haber un grande abuso en este medio, si se apura mucho, y falta la discreción y modo.
Para concebir bien la importancia de esta advertencia, conviene observar que se pueden distinguir dos suertes de argumentos negativos. Los unos son puramente negativos, los otros tienen alguna cosa real y positiva. Es un argumento puramente negativo decir: «la palabra extrema unción no se halla en algún autor antes del siglo XII». Luego el paso de San Prudencio, obispo de Troya, en la Vida de Santa Maura, donde se halla esta voz, está sin duda corrompida.
[...] Para no padecer engaño en el uso del argumento negativo puramente, es necesario no solamente haber leído todos los autores, de cuyo silencio se deduce este argumento, sino también debe haber seguridad de que no se perdieron algunos de los que vivieron entonces. Porque podría suceder que un autor, cuyos escritos no llegaron a nosotros, hubiese hecho mención de una cosa omitida por los demás. También debe haber, por alguna buena razón, certeza de que nada de lo que pasó en la materia que se trata se le escapó a la diligencia de los escritores que nos han quedado de aquellos tiempos.
Pero acerca de la segunda especie, hay menos razón para temer el error y el engaño, porque lo que hay de positivo en dicho género de argumento corrobora y confirma lo negativo.
No obstante, sucede muchas veces que se hace tanto aprecio de la primera especie de argumento negativo que se impugnan verdades muy ciertas por el abuso de semejantes discursos. [...]
Es, pues, de una grande consecuencia el no usar sino con gran tiento del argumento puramente negativo, sobre todo en las materias de grande importancia, porque no hay cosa más fácil que engañarse por la demasiada confianza que algunos tienen de haberlo leído y observado todo, lo cual no obsta para que no se pueda dudar con razón en tales cosas hasta que se adquieran nuevas luces para proponer su duda o para tomar, en fin, su partido por la sentencia afirativa o por la negativa. Puede verse sobre este punto el libro que el erudito Mr. Thiers compuso tocante la autoridad del argumento negativo.
[...] Nos podemos valer de tres o cuatro medios para reconocer si una obra es de un autor o no. Estos medios son los manuscritos, la conformidad o diferencia del estilo, y sobre todo los principios y sentencias que sigue, el testimonio de los otros autores que han citado dicha obra y los hechos que se refieren en ella, porque cuando concurren todas estas cuatro condiciones deciden infaliblemente la cosa. Esto es si los manuscritos de buena calidad, en particular los más próximos al tiempo del autor, tienen al principio o al fin de la obra su nombre; si el estilo es en todo conforme al de las obras indubitables de dicho autor, como también sus principios y dogmas; si los escritores contemporáneos o casi contemporáneos atribuyen la tal obra al mismo autor; si en fin nada se refiere en dicha obra, que no convenga con la historia de su tiempo; se puede afirmar sin género de duda, ni escrúpulo, que la tal obra es suya. Pero si alguna o algunas condiciones de estas faltan, hay lugar por lo menos de dudar.
Mas no deja de haber dificultad bien de ordinario en distinguir la conveniencia o la diferencia del estilo y es cosa bien extraña cuanto el gusto de los hombres varía en este punto, sobre todo cuando el interés o ardor de la disputa obliga a que se haga empeño de disputarle a un autor una obra de que se controvierte.
[...]
Pero, después de todo, nada se debe temer más en la crítica que la sorpresa de nuestras pasiones, que nos hacen muchas veces negar o poner en duda lo que en sí es muy cierto. Bien sé que este desorden tiene principalmente lugar en el Moral, mas también se halla con bastante frecuencia en las materias científicas, sobre todo cuando por calor de la disputa se defiende una opinión por empeño, o que la novedad de un sistema, como ya dije, ingeniosamente imaginado paladea y lisonjea a nuestra vanidad y amor proprio. Hay una infinidad de ilusiones de esta naturaleza que nos precipitan en extraños paralogismos. Hallaránse descifrados y notados en el Arte de pensar, part. III, cap. 1.9.
CAPÍTULO XIV
De las recopilaciones o apuntamientos
Siendo la memoria de los hombres una potencia muy limitada, es necesario que los que quieran tener progresos en los estudios remedien este defecto valiéndose de apuntamientos. Aun los que tienen más feliz memoria no deben dejar de hacerlos. Algún día les dejará y se hallarán sin la multitud de ideas de que antes su memoria estaba llena. Hay muy pocos que, llegando a la edad de cerca ochenta años, puedan estar agradecidos a su memoria, como lo estuvo poco ha un varón docto de haberle sido fiel y no haberle dejado en una edad muy avanzada.
Es, pues, necesario hacer apuntamientos para escribir en ellos las cosas más notables que se hallan leído, para no perderlas del todo y no dejarlas a la contingencia de una memoria infiel y que titubea. No solo las cosas que leemos se nos escapan. Pudiérase remediar este daño leyéndose muchas veces los autores mismos, pero aun nuestras reflexiones y reparos se nos desvanecen y los buscamos muchas veces en vano después de habernos descuidado en apuntarlos. Resta ahora saber cómo se deben hacer estas colecciones o apuntamientos y qué materias deben entrar en ellos.
Hay muchos modos de hacerlos, mas no es fácil determinar cuál sea el mas acomodado y útil. Cada cual tiene su modo particular y su gusto. Contentaréme con proponer dos o tres suertes de métodos, dejando a cada uno la libertad de escoger el que mejor le pareciere.
El primero que me parece más acomodado y fácil es escribir consecutivamente en los cuadernos cuanto se hallare notable leyendo un autor, poniendo un título, verbi gratia Ex lib.Tertuliani, De pudicitia, y escribiendo después los más excelentes pasajes de de dicho libro y añadiendo a la margen una palabra que designe el argumento de cada nota, para que de una ojeada se puedan ver las materias de cada página, sin que sea necesario volver a leer todas las notas y observaciones una por una.
Después de haber hecho los extractos de un tratado, se podrá hacer una análisis o compendio, notando el intento del autor en aquel tratado, los principales puntos que trata, con las pruebas de que se vale para apoyarlos. Este es el método que siguió Focio en su Biblioteca [1], sin guardar algún orden ni de tiempo, ni de materias en la colección de doscientos y ochenta autores, cuyos extractos refiere.
Este modo tiene muchas ventajas, una de las cuales es que el entendimiento no está tan repartido como en los otros, en que es menester poner en diferentes lugares sus observaciones. La segunda ventaja es que, cuando se quiere repasar el tratado leído, se puede hacer en un instante por estar las materias escritas consecutivamente. La tercera es que no son menester muchas resmas de papel para estos apuntamientos porque se van llenando las hojas de los cuadernos unos después de otros. Sin embargo, conviene tener diferentes cuadernos cuando se leen a un mismo tiempo diferentes libros o diferentes tratados que no son de un mismo autor para no interrumpir los apuntamientos que se hacen de cada uno.
También es bueno tener un cuaderno en el cual se escriban indiferentemente los extractos de cuanto se lee, no con orden, sino ocasionalmente y lo mismo las reflexiones y pensamientos diversos que vienen a la imaginación.
Es verdad que hay un inconveniente en este método. Es, a saber, que cuando se quiere trabajar sobre un punto es necesario repasar todas las márgenes, para ver lo que puede ser concerniente para él en los extractos hechos. Pero se puede remediar en alguna manera este inconveniente: o reduciendo las materias a lugares comunes, o haciendo una tabla alfabética de dichos apuntamientos, o, en fin, poniendo al fin de cada extracto una remisión al que se seguirá del mismo asunto. Pongo por ejemplo: si en la primera página se halla alguna buena sentencia de la Penitencia y se halla otra en la cuarta, pondráse al fin del primer extracto, vide página 4, etc.
El segundo método es tener un registro de papel en blanco en el cual se escriban todas las sílabas por el orden alfabético en la parte superior de las páginas de dos en dos hojas o de una en una, según el grosor del registro en el cual se escribirá cada nota conforme al orden alfabético. [...]
Finalmente el tercer método es coordinar por el orden alfabético en un registro ciertos lugares comunes como abstinentia, baptismus, etc., debajo de los cuales se escribirá todo lo que pertenece a un mismo punto.
Y para que no sea necesario interrumpir muchas veces la continuación de la lectura para escribir las notas, puédense notar sobre el libro impreso con algunos pedacillos de papel mojado o con un lápiz, cuando los libros propios, los lugares que se quieren apuntar y dilatar el coordinarlos hasta acabada la lectura.
Y si los libros que se leen son comunes, y que se pueden tener fácilmente cuando se quisiere, bastará notar sumariamente estos lugares, señalando el principio o el medio, o el fin de la página donde se hallan, para poder recurrir a ellos y hallarlos más fácilmente. Pero si los libros son raros o no están a nuestra disposición es bueno notar las cosas por extenso. [...]
Tocante a las cosas de que se deben hacer extractos y apuntamientos, cada uno las debe componer conforme a su estado y disposición particular. Pero como yo escribo aquí para religiosos, los tales pueden reducir a cuatro cabezas sus colecciones y apuntamientos, esto es, a los dogmas de la fe, a la moral cristiana, a la disciplina y a la historia, así eclesiástica como monástica. Ni cada religioso en particular debe abrazar todas estas materias, sino que cada cual puede aplicarse a una o a muchas, según su necesidad y su genio. Los que están obligados a hablar muchas veces en público de cosas morales, deben hacer su caudal principal de estas materias y hacer algunos extraños de otras, según su gusto y capacidad. Lo mismo deben ejecutar los que tienen singular propensión a la piedad. Deben los tales ceñirse a lo que puede conservar este divino fuego, que no quiere alimentarse de materias extrañas.
Preguntáranme acaso si conviene que los mozos hagan sus apuntamientos antes de sus estudios, atento que no teniendo aun el gusto agudo, ni delicado, ni capacidad para hacer una buena elección, sus apuntamientos les serán sin duda inútiles cuando hubieren adquirido más madurez. Pero esto no obstante, juzgo conveniente que los hagan. Si no les sirvieren por largo tiempo, servirán a lo menos de imprimirles más vivamente cosas buenas por entonces. Gustarán de este uso y aprenderán por estos preludios y ensayos a hacer algún día buenos extractos y apuntamientos. Cuando se aprende latín, no se espera que haya una perfecta elocuencia para hacer las composiciones. Empiézase temprano a hacer las cuartillas, que no servirán en la realidad en edad más crecida, pero que disponen insensiblemente a irse habituando el ánimo y, en fin, a formar un buen estilo.
Pero para que la gente moza no haga demasiada prevención de apuntamientos malos, conviene que se acostumbren desde luego a tener buena elección de las materias. Por esta razón no deben meter en sus colecciones todo lo que a primera vista les parece bien. Como no tienen aun muchas noticias, las más de las cosas que leen en buenos autores les hieren y enamoran, sobre todo los picantes y juguetes de ingenio y todo lo que tiene, algún aire de buena cadencia. Conviene fiarse poco en estos relumbrones y considerar si hay tanta solidez como apariencia en los pensamientos de los autores.
No digo esto porque se deban desechar ciertas sentencias que se explican con un modo vivo y agradable. Hay en los autores, y sobre todo en los Padres, ciertas palabras vivas y compendiosas que encierran un gran sentido, expresiones y modillos de decir extraordinarios y rasgos de una fina elocuencia que deben apuntarse. [...]
Pero sobre todo debemos pagarnos de ciertos estratagemas de ingenio sutiles que explican con elevación las cosas que, por otra parte, son las mas vulgares. [...]
Volviendo a nuestro asunto: para que la gente moza, a quien todo causa novedad, no se fatigue mucho en hacer apuntamientos inútiles, será bueno: 1. Que no escriban las cosas luego que las hayan leído, sino que esperen al día siguiente, y aun al tercero, y que vean si después de haberlas vuelto a leer les parecen aún bien los pensamientos, porque en tal caso este será un indicio de que son buenos en efecto o, por lo menos, que les serán útiles por entonces. 2. Que no escriban las cosas todas por extenso si son muy prolijas, sino que se contenten con notar lo principal. 3. Que se acostumbren a aprender algunas sentencias buenas de memoria para no cargar tanto sus cuadernos de apuntamientos. 4. Que muestren de tiempo en tiempo sus apuntamientos a algún hombre erudito para aprovecharse de sus advertencias. Al principio contentáranse con hacer estos apuntamientos según el primer método, que pide menos trabajo y aparato y como de ordinario los mozos tienen buena memoria, leerán de cuando en cuando sus apuntamientos para acordarse mejor de ellos y suplir por este medio el defecto de una tabla, sin la cual se podrán pasar a los principios.
No solamente los mozos necesitan de esta revista de sus apuntamientos todos deben hacer lo mismo para no perder el fruto de sus vigilias y tomar alguna hora de tiempo en tiempo para repasarlos y hacer algunas reflexiones sobre ellos. Sobre todo conviene acostumbrarse a retener, no solo los buenos dichos y sentencias de los autores, sino también la sustancia y fundamento de su doctrina para hacerla propia y convertirla en su propia sustancia.
La Biblioteca o Myriobiblion (en griego, Βιβλιοθήκη, Μυριόβιβλος) es el título que se dió da partir del siglo XVI a una obra de Focio, patriarca de Constantinopla del siglo IX, cuyo título original era Inventario y enumeración de los libros que he leído, o de los cuales nuestro querido hermano Tarasio me pidió un análisis general. Se trata de una colección de reseñas bibliográficas que comprende 280 códices, algunos de los cuales describen más de un volumen manuscrito, o más de un libro.