El tomo I de la segunda parte del Ensayo se abre con un prólogo de Lampillas en el que reconoce la fama, mérito y polémicas en torno a su obra. Tras valorar el apoyo del rey Carlos III, recuerda la respuesta que ya había dado a Tiraboschi y se encarga de otros que, como él, lo habían cuestionado: Bettinelli y un autor anómico que había publicado una dura reseña de su obra en un diario florentino y al que ya había contestado Febrés.
A lo largo del prólogo hay una reflexión sobre el origen y naturaleza de las polémicas históricas y literarias del momento, que se dejaban notar en algunas potencias de la Europa occidental a lo largo de la decimoséptima centuria. Se pregunta Lampillas por el papel que debían jugar los sabios españoles cuando era atacada la nación desde el punto de vista de su aportación a las letras y las ciencias y concluye que no podían permanecer en silencio.
Especialmente interesante es el final, donde el jesuita asume que su obra no es una historia literaria —aunque podamos inferir hoy ciertas notas que apunten en esa dirección—, sino un ensayo que ahonda en las influencias españolas sobre las italianas.
Siguen al prólogo tres disertaciones. La primera de ellas ofrece una valoración general sobre la lengua y la literatura españolas, dejando claros algunos conceptos desde el punto de vista de Lampillas. Así, el autor reconoce la importancia de la literatura sagrada española y cómo debía ser valorada en su justa medida en otros puntos de Europa. Asume que, perdida la utilización de la lengua latina, los italianos no eran depositarios de esa cultura del Lacio, pues incluso había en España mejores latinistas. En cualquier caso, advierte que los italianos no podían juzgar las letras españolas porque no concocían siquiera la lengua. Lampillas se lamenta de que muchos científicos y filósofos no hubieran nacido en España porque era un momento —el siglo XVIII— en el que se juzgaba lo provechoso de las naciones por estas particularidades y no, por ejemplo, por la altísima instrucción y especialización en otras disciplinas como la religión o la teología. El abate jesuita prefiere sabios en una materia que eruditos que saben poco de muchos asuntos.
La disertación segunda aborda el papel que jugó España en el Renacimiento. En primer lugar, Lampillas considera que tanto griegos como españoles influyeron en el renacer de Italia de finales del siglo XV. El ensayista se erige en defensor de la impronta que ejerció la literatura sagrada española en las letras italianas, citando un amplio catálogo de teólogos, obispos, cardenales y hombres sabios que participaron en concilios o tuvieron mucho que ver en la cultura italiana. Más allá de la religión, destaca el papel fundamental de Antonio de Nebrija y de Luis Vives, entre otros. Discute a Tiraboschi y a Bettinelli que creyeran que hombres como Lucio Marineo Sículo o Andrea Navagero habían influido decisivamente en la literatura española, aunque no elimina parte de sus méritos. Finalmente, relata las influencias hispanas sobre Francia, Alemania, Inglaterra o América. Sigue un apéndice donde refuta la idea de que los españoles se jactaban de sus aportaciones a las letras europeas, aunque fueran casi inexistentes.
La última disertación se centra en la ciencia náutica y la era de los descubrimientos. Ante la creencia de que los españoles debían a los italianos muchos de sus conocimientos, Lampillas se encarga de los viajes de Marco Polo y de los genoveses y hace precisiones en torno a ellos, restándoles importancia. No niega el papel fundamental del genovés Cristóbal Colón, pero recupera la tradición oral consistente en que un supuesto navegante español, Alonso Sánchez de Huelva, habría llegado al Nuevo Mundo antes que el Almirante y le habría contado los detalles a Colón, circunstancias que este aprovecharía para llegar a América. A pesar de que Lampillas recuerda que algunos cronistas de Indias recogieron la leyenda, nunca ha sido probado.
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Descripción bibliográfica
Lampillas, Francisco Javier, Ensayo histórico-apologético de la literatura Española contra las opiniones preocupadas de algunos Escritores modernos italianos. Disertaciones del Señor Abate Don Xavier Lampillas. Parte Segunda de la literatura moderna. Tomo primero. Traducido del italiano al español por Dª. Josefa Amar y Borbón, residente de la Ciudad de Zaragoza, Socia de merito de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País. Zaragoza: Oficina de Blas Miedes, 1783.
288 pp.; 4º. Sign.: BNE, 3/64551.
Cuando el público no hubiera hecho un acogimiento tan cortés y benigno a la primera parte del Ensayo apologético de la literatura española, sola una aprobación de superior orden —que me colma de honor— bastaba para alentarme a proseguir con ardor la emprendida apología. Nuestro venerado príncipe Carlos III, padre de los reinos dichosos que le ha encomendado la Providencia y, al mismo tiempo, generoso protector de las artes y ciencias (entre las brillantes pruebas de su tierno amor a los pueblos sujetos a su dominio), se ha dignado dar un nuevo testimonio de su benignidad y gracia derramando una y otra sobre mis débiles fatigas en defensa del honor de la sabia España. Esta graciosa y augusta demostración me estimula a presentar al público esta segunda parte como un reconocimiento y un tributo de gratitud a mi generoso soberano, cuyas esclarecidas acciones a favor de las artes y ciencias —primero, en Italia, y al presente, en España— serán noble asunto de este Ensayo.
Pero, antes de continuarle [1], me ha parecido preciso desvanecer brevemente algunas objeciones que se han hecho contra la primera parte, las que, lejos de retraerme de la empresa, me han dado nuevo aliento para proseguirla. No hablo aquí de lo que me increpó el abate Tiraboschi en una elegante Carta publicada en Módena porque me lisonjeo de que la benevolencia con que el público recibió mi respuesta basta para justificarme plenamente de los supuestos cargos. Mi ánimo es prevenir a mis lectores no teman olvide en esta segunda parte aquel estilo de moderación y urbanidad que ha merecido su aprecio ni que adopte aquellas expresiones menos atentas con que he sido tratado en la expresada carta. Antes bien, protesto que jamás serán bastante motivo para hacerme mudar el concepto ventajoso que tengo formado del mérito singular del citado abate, a quien siempre consideraré según merece el autor de la Historia literaria de Italia y no el autor de una Carta que, cuando más, podría granjearle el elogio que se hizo a Poggio, historiador florentino, y es el siguiente:
Dum patriam laudat, temnit dum Poggius hostem,
nec malus est civis, nec bonus historicus[2].
No hay necesidad de nuevas seguridades para persuadir al público que no he escrito ni escribiré jamás por mero prurito de contradecir ni por malevolencia o aversión a tan ilustres escritores, sino solamente por amor de la verdad y defensa de la patria, motivos que justifican las censuras que se hacen hasta de las obras más estimadas. Lo mismo deseo se entienda de los autores que impugno y, por esto, cuanto he dicho y dijere en esta segunda parte acerca de sus preocupaciones contra nuestra literatura, ruego que se crea dirigido no a ofender su ánimo o su intención, como convencido de poco favorable a la nación española, sino precisamente a desvanecer las preocupaciones que nacen de la educación o se toman de otros escritores.
¿Hemos de permitir, porque la intención sea buena, que se propaguen las opiniones poco correspondientes al honor de nuestra literatura esparcidas en los libros de estos autores? Si se tratase aquí se sacramentos podríamos consolarnos con que, faltando la intención, no serían de ningún efecto, pero no sucede esto con las opiniones que se divulgan en los libros. Por más recta que sea la intención con que se asegura que el dominio español en Italia concurrió a la corrupción del gusto literario, que el clima de España puede contribuir sobrado al mal gusto, que España yace sepultada hoy en una horrible y tenebrosa noche de ignorancia, con otras muchas proposiciones semejantes; por más sana, vuelvo a decir, que sea la intención de los autores que las profieren, no por esto dejarán de creer a España en el estado miserable en que la pintan en sus escritos.
Tampoco me detendré en discurrir sobre la ligera crítica [3] que hizo de mi Ensayo cierto diarista florentín [4]. Puedo afirmar que no he visto siquiera una hoja de 12 tomos que dice haber publicado este grave censor. Ni aun sabía que hubiera hablado de mí hasta que el erudito español don Andrés Febrés me envió la elocuente carta [5] que había formado contra aquel diarista. Pero no puedo menos de confesarme obligado a la generosidad de este sabio supuesto que, por mi defensa y por el honor de España, tomó la pluma —digna, ciertamente, de más noble objeto— para confutar mil despropósitos.
Con la gustosa lectura de la carta del abate Febrés me confirmé más y más en el propósito de no perder el tiempo en leer los papeles periódicos que se publican por no considerarlos oportunos para conocer el justo mérito o demérito de las obras de que tratan. Al mismo abate soy deudor de la noticia del pronto y tierno arrepentimiento de aquel diarista, el cual no manifiesta menos en esto su mérito literario que lo que había mostrado en la censura contra mi obra. Entre varias expresiones de un corazón penetrado de los más vivos sentimientos de dolor, dice «que no había conocido bastantemente hasta ahora la nación española», como si esta fuese algún pueblo nuevamente descubierto en las tierras polares antárticas. Después promete, en satisfacción de los pecados cometidos contra el honor de nuestra nación, «consagrar su pluma y sus pensamientos sin perdonarse a sí mismo en favor de ella». Ya podemos imaginar cuán gloriosos podrán estar los españoles si llegan a tener la dicha de ser aplaudidos por tan brillante sabio.
Por lo que a mí toca, en cambio, de estos sentimientos tan sinceros y por lo que me intereso en la salvación de esta alma literata me ha parecido recordarle estas máximas morales; es, a saber, que tampoco en la confesión de los pecados literarios escusa la ignorancia crasa y que no es suficiente el temor servil para quedar justificado.
Mas, dejando esto a un lado, vamos a las quejas que han proferido contra mi obra algunos celosos defensores de la paz entre los literatos —como si yo fuera turbador de ella— impugnando las preocupaciones antiespañolas. Y ¿por qué —pregunto— no se ha declarado el celo de estos pacificadores de la república literaria cuando escuchaban con tanta tranquilidad todo lo que se escribía en descrédito de nuestra literatura y veían el justo motivo que se daba a la contienda literaria? Solamente se descubre este celo en la ocasión de una justa defensa dentro de los límites de la moderación y de la buena crianza.
Siempre que se trata de comenzar la guerra entre algunas potencias de Europa (como lo notamos al presente) cada una de ellas saca al público algún manifiesto para hacerle ver que no ha sido la primera en dar el ejemplo de hostilidad, persuadiendo con fundamento que la potencia que ofreció antes un justo motivo para quebrantar la amistad, la paz o la neutralidad con los demás, esa misma será mirada como la turbadora de la tranquilidad de Europa. A este modo digo yo que no se necesita de largos manifiestos para decidir quiénes han sido los primeros agresores en esta guerra literaria ni a quiénes se ha de imputar la culpa de haber violado la paz y buena armonía.
¿Es posible que ha de ser lícito a los extranjeros decir y escribir cuanto quieran contra nuestra nación y a nosotros no ha de sernos permitido responderles? ¿Por ventura la defensa más moderada y justa se podrá reputar por una injusta perturbación del sosiego y tranquilidad de los literatos que emplean el tiempo en obras útiles al público? El derecho establecido en todos los países en que se cultivan las letras nos da entera facultad de hacer patentes los defectos y preocupaciones que se observan en las obras sujetas a la censura del público, a cuyo derecho añade otro título todavía más sagrado la justa defensa de la patria. Sería trastornar las ideas de las cosas si se diese el nombre de imprudente hostilidad a una defensa forzosa y hacer ridículo el amor de la paz entre los sabios y pretender que este sirviera de escudo inviolable a los escritos que se publican.
Sea así, dicen algunos, pero el autor del Ensayo no debía, por el demasiado amor de su patria, proponer las paradojas más extravagantes. Así llaman a ciertas proposiciones que he dicho con alguna novedad, calificándolas de arrojadas y, según el dialecto del abate Tiraboschi, «gigantescas». Pero ¿bastará la sentencia decisiva de estos críticos para que el público las crea por tales? Si solo el dicho de cualquier autor tuviera tanta autoridad, ¿qué sería de san Barnardo, cuyas expresiones vehementes y celosas son censuradas del marqués d’Argens como «expresiones gigantescas y fuera de lugar» [6]? Yo no he sentado aquellas proposiciones sin añadir fundamentos probables y conjeturas prudentes; siempre que me muestren la insubsistencia de estas confesaré con sinceridad que me he engañado.
No me ha cegado tanto el amor de la patria que haya querido pintar a mi nación tan perfecta en todo género de literatura que sea modelo y maestra de todas las demás, como pretenden con la suya algunos escritores modernos italianos. Con todo, escribe uno de estos con envidiable serenidad: «Todas las naciones pretenden la gloria de superar a las otras, pero el español lo pretende más que todos» [7]. Estoy persuadido de que el verdadero amor de la patria no nos obliga a tributarla alabanzas que no merece ni a adornarla con ricos trajes que no son suyos, y sé también que en vano se solicita la gloria de buen patricio con desaprobar todas las cosas extranjeras y con preferir su nación a todas las demás.
Mas ¿quién podrá tolerar —ha dicho alguno— que se ponga en paralelo con la cultura y elegante Italia la bárbara erudición de los árabes? Pero en ninguna parte del Ensayo se verá —replico yo— la comparación de los árabes de España con la culta y elegante Italia. Los hallarán puestos, es verdad, en parangón con la Italia más ruda en algunos siglos y más ignorante de lo que eran nuestros árabes. Para hacer una exacta crítica de mi obra es preciso confrontar las mismas épocas de la nación italiana que de la española, esto es, donde se trata del siglo posterior a Augusto. No se han de tomar los escritores italianos que florecieron en el Siglo de Oro de este emperador para compararlos con los nuestros que florecieron en la edad siguiente, lo propio —digo— de los siglos anteriores a los años de mil y de los que se le siguieron inmediatamente. Tómese la historia literaria de Italia y la de la restauración y obsérvese si se halla culta y elegante en aquellos tiempos la Italia y si en competencia de ella pueden llamarse con razón sabios los árabes de España y maestros de los italianos.
Llegando, finalmente, en esta segunda parte a la culta y elegante Italia en el siglo XVI, no se verá que yo ponga en paralelo con ella a los árabes, sino a los españoles cultos, elegantes y sabios, al igual de los mejores escritores italianos de aquel siglo.
Y ¿qué diré de aquellos a quienes ha parecido insufrible aun solo el título de la Apología de la literatura española y que han juzgado como temeraria o ridícula la pretensión de persuadir la sabiduría de una nación cuyo nombre no se halla registrado en los anales de la república literaria como el hacer después ostensión —según ellos gritan— de unos cuantos escritores españoles medianos a la frente de Italia, fecunda por todas partes de sujetos llenos de elegancia y de erudición?
Lástima es que el autor del Ensayo no solicite el honor de ciudadano romano, y se puede creer que quedaría tan airoso como Cristóbal Longolio [8], según cuenta Erasmo en su Ciceroniano. Aquel insigne escritor, que con extraordinario aplauso obtuvo en Italia, siendo extranjero, el glorioso título de ciceroniano, pretendió la distinción de ciudadano de Roma. Ventilado el asunto en el Capitolio, hicieron los romanos que cierto joven recitase una oración que declaraba a los padres conscriptos algunos deméritos de Longolio por los cuales se había hecho indigno del pretendido honor. Los principales cargos eran estos: Primum, quod Christophorus Longolius olim, dum ingeii periclitandi gratia laudat Galliam, in nonnullis ausus sit eam aequare Italiae. Deinde quod in ea laudasset Erasmum & Budaeum barbarus barbaros[9].
He aquí el gran pecado del autor del Ensayo: alaba a España y en algunas épocas no se contenta con que haya sido igual en literatura a Italia, sino que la hace superior. Celebra a varios autores españoles «barbarus barbaros». Estoy en la inteligencia que no piensan así los literatos prudentes de Italia, cuyo juicio podría darme más sujeción que todas las decisiones de aquellos presumidos de sabios que se ponen a censores de los libros sin tomarse el trabajo de leerlos y aplauden la literatura de su país sin conocerla ni estar en disposición de acrecentarla o de ilustrarla.
Por último, hay quien se promete destruir cuanto contiene el Ensayo a favor de la literatura española produciendo algunas autoridades de escritores extranjeros —y aun españoles— que se han explicado peor que los autores que impugno principalmente. En primer lugar, debe tenerse presente que yo mismo he prevenido esta objeción en la primera parte, confesando haber habido muchos escritores, así italianos como de otras naciones, que esparcieron en sus libros las opiniones más perjudiciales contra nuestra literatura. Pero ¿será bastante su simple dicho para que se les crea sin más examen, y esto en un siglo en que se pesa todo con la balanza de la crítica y en que se presente que se prueben todas las cosas con sucesos palpables? En segundo lugar, o las pruebas que he producido a favor de nuestra literatura convencen lo que pretendo o no. Si no lo convencen, muéstrenme con otros hechos la insubsistencia, pero si ellas demuestran incierto lo poco malo que han dicho los escritores modernos, claro es que mucho más convencerán de falso todo lo peor que han escrito otros extranjeros.
Y, por lo tocante a los españoles que han exagerado demasiado la barbarie de su país, digo que tampoco es este un testimonio irrefragable contra los hechos que he propuesto, mayormente si se considera que algunos de ellos hablan solo del principio de este siglo. Porque si se pretendiere que cualquier testimonio nacional sobre este punto se mire como decisivo puede ser que este establecimiento le estuviera peor a Italia que a España. Dejando aparte lo que con discreto celo escribieron el marqués Maffei y Muratori, ¿qué idea formaríamos de Italia si fuera como la describen los dos italianos, el diarista de Florencia y el autor de las Cartas inglesas sobre la literatura italiana? Y, supuesto que nosotros tenemos de Italia la justa estimación de que es digna a pesar de las explicaciones de algunos italianos y damos mayor crédito a los hechos que a los dichos de estos críticos desmedidos, también podremos esperar que aquellos hagan de nuestra nación el aprecio que merecen los hechos que hemos manifestado y produciremos en esta segunda parte, dando más fe a esto que a cualquier testimonio extranjero o nacional.
Baste lo dicho para desvanecer estas débiles objeciones que han presentado algunos contra mi obra, y entremos en la segunda parte tanto más gloriosa a nuestra literatura cuanto fueron más ilustrados los tiempos que abraza. Empieza desde la restauración de las letras en España sucedida a fines del siglo XV y principios del XVI; y, si bien es cierto que había prometido comprender este siglo en un tomo solo, la inmensidad de la materia me ha obligado a dividirlo en dos. Puedo asegurar que, examinando más de cerca el mérito literario en España en el siglo XVI, me ha acaecido lo mismo que confiesa de sí Tiraboschi a vista de la literatura italiana del propio tiempo; y es que, hallándome engolfado dentro de este vasto océano, me he visto precisado a confesar que la idea magnífica e inmensa que había formado de este gran siglo es, sin embargo, muy inferior a la realidad, así como la brillante fama de la literatura española de aquel tiempo de ningún modo iguala al mérito de los raros y sublimes ingenios que se vieron entonces.
No crean por esto mis lectores hallar en estos dos tomos una larga historia de todos nuestros escritores de aquel siglo. Si hubiera de tratar de estos como merecen, no serían suficientes tres crecidos volúmenes (como los que emplea el abate Tiraboschi en la historia literaria del siglo XVI) aun cuando no quisiera mezclarme en una infinidad de investigaciones curiosas que poco o nada pertenecen a una historia de este género.
Vuelvo a decir que mi obra no es una biblioteca de escritores españoles, mucho menos una historia formal literaria, sino solamente un ensayo histórico de nuestra literatura dirigido con particularidad a aquellos literatos españoles que ilustraron a Italia [10]. De los demás únicamente trato en cuanto es necesario para disipar algunas preocupaciones que han dado ocasión a esta obra. No faltará a nuestra sabia nación otra más docta y elegante pluma que emprenda un trabajo más extenso y fino sobre esta materia. En cuanto a mí, me bastará la gloria de haber excitado con mi ejemplo el celo y erudición de otros caudillos esforzados que defiendan en campo abierto y con más distinguidas pruebas de valor la gloria literaria que en vano se quiere disputar a España.
En el primer tomo de los dos que presento al público se examinan todas las pretensiones que en punto de literatura puede tener Italia sobre España en el siglo XVI. En el segundo, se producen las que esta tiene sobre aquella. Los sabios e imparciales decidirán después cuál de las dos naciones queda deudora a la otra.
Leísmo.
(Nota del autor) Sannazaro apud Vosio, Gerardo Juan, Ars Historica, sive Liber de Historiae & Historices Natura, Historiaeque scribenda praeceptis, cap. X, Amsterdam: Tipografía de P. y J. Blaev, 1699, p. 18. (Nota del editor) Gian Francesco Poggio Bracciolini fue un historiador italiano del siglo XV. Jacopo Sannazaro dedicó uno de sus epigramas a este historiador: Dum patriam laudat, damnat dum Poggius hostem, nec malus est civis, nec bonus historicus” (suprimo la cursiva para marcar la diferencia entre el texto de Sannazaro y el de Lampillas), publicado en el libro I de sus Epigrammi.
Saggio Storico-Apologetico della Letteratura Spagnuola contro le pregiudicate opinioni di alcuni moderni Scrittori Italiani. Dissertazioni del Sig. Ab. D. Saverio Lampillas. Genova 1788. Presso Felice Repetto in Canneto, Tomi II in 8 (i quali due Tomi riguardano la Letteratura antica e formano la prima parte dell’Apologia; altri due, come si crede, formeranno la seconda e tratteranno della Letteratura moderna), en Novelle letterarie pubblicate in Firenze l’anno MDCCLXXVIII, Florencia: Stamperia Allegrini, Pisoni e comp., 1778, IX, cols. 519-225.
La reseña de la obra de Lampillas se publica anónima en este diario florentino.
Fabrés, Andrés, Analisi del giudizio dal giornalista fiorentino fatto del Saggio storico-apologetico della letteratura spagnuola del sig. abate D. Saverio Lampillas, diretta allo stesso giornalista, Cosmopoli [Siena]: [Vincenzo Pazzini e figli], 1778.
(Nota del autor) Boyer, Jean-Baptiste de, marqués d’Argens, Histoire de l’esprit humain ou Mémoires sécrets et universels de la République des Lettres, Berlín: Haude et Spener, 1699, I, p. 299.
(Nota del autor) [Bettinelli, Saverio], Dodeci [sic] lettere inglesi sopra vari argomenti e sopra la letteratura italiana, en Versi sciolti dell’abate Carlo Innocenzio Frugoni, del conte Francesco Algherotti e del padre Xaverio Bettinelli, con le Lettere di Virgilio dagli Elisi. Seconda edizione, si aggiungono Dodeci lettere inglesi sopra vari argomenti e sopra la letteratura italiana principalmente, nueve ed inedite, Venecia: Giambattista Pasquali, 1766, p. lxxi.
Christophe de Longueil, humanista belga de finales del siglo XV y principios del XVI.
Primum, quod Christophorus Longolius olim puer, dum ingeii periclitandi gratia laudat Galliam, in quam tum vivebat, in nonnullis ausus sit eam aequare Italiae. Deinde quod in ea laudasset tribus verbis Erasmum & Budaeum barbarus barbarus (suprimo la cursiva para marcar la diferencia entre el texto de Erasmo y el de Lampillas) (Róterdam, Erasmo de, Dialogus ciceronianus: sive de optimo genere dicendi, Leiden: Joannes Maire, 1643, p. 194). Erasmo incluye otras razones, pero Lampillas no las aporta en su Ensayo.
Lampillas señala el propósito de su obra: defender España de las críticas italianas y señalar las influencias de aquella nación en esta.