Este «Discurso sobre el poema lírico», al que se le realizan en la versión española algunas adiciones, consta de un repaso histórico comenzando por los griegos y llegando hasta la oda de los italianos, franceses, españoles (entre los que se destaca a fray Luis de León), ingleses y alemanes. Tras ello define la oda como «un poema de fantasía, sin más intención que tratar con versos más elevados, más animados, de color más vivo, más vehementes y más rápidos el asunto que uno escoge o que algunas veces se le da» (p. xxviii).
En la segunda parte analiza en qué consiste su naturaleza, la cual vincula a la situación de quien canta, por lo cual entiende que su materia es todo aquello que pertenece al alma, esto es, «todos los sentimientos que le gusta recibir y que tiene placer en comunicar» (p. xxxii). En ese mismo sentido, se defiende que en la oda o poema lírico es el poeta quien canta de forma que se afirma que «si no se halla poseído de los afectos que expresa, la oda será fría y sin alma. No es siempre singularmente apasionada, pero no es nunca como la epopeya la relación de un simple testigo» (p. xxxiv). El poeta debe estar afectado por lo que pinta y por los afectos que en él provoca la pintura, pues solo de esta forma podrá causar en el lector las mismas emociones. Se entiende así que la emoción no nace de la imitación sino de la sensibilidad y del genio de quien las compone. Responde este al entusiasmo y no al delirio. Por entusiasmo entiende «la entera ilusión en que se sumerge el alma del poeta: si la situación es violenta, el entusiasmo es apasionado; si la situación es voluptuosa, es un sentimiento dulce y tranquilo» (p. xxxvii). En consecuencia, en la oda el alma se deja llevar bien de la imaginación, bien del sentimiento, siendo la naturaleza la que sirve de guía para evitar sus extravíos.