El Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias de España (a) es uno de los textos que forma parte de la polémica sobre la «corrupción» del teatro español en el siglo XVII, surgida durante las tertulias y reuniones de la Academia del Buen Gusto. Escrito por Ignacio de Loyola y Oyanguren (1686-1764), bajo el seudónimo de Tomás de Erauso y Zabaleta, el Marqués de la Olmeda («un ingenio de esta corte», según se indica en portada) escribe esta respuesta a la Disertación o prólogo sobre las comedias en España que escribió Blas Nasarre (que también publicó de forma anónima) como prólogo a su edición de las Comedias y entremeses de Cervantes.
Nasarre tomó partido en su texto por la poética clasicista, lo que le lleva a emitir juicios extremadamente negativos sobre Lope de Vega y Calderón de la Barca, a quienes acusa de corromper el teatro español e ignorar los principios poéticos. En cambio, Erauso y Zabaleta en su extenso Discurso refuta las conclusiones de Nasarre con una encendida defensa del ingenio de ambos dramaturgos y su contribución a la cultura española. Su argumentación se sustenta en citas a otras autoridades eruditas favorables al teatro español, réplicas a las conclusiones de Nasarre y un comentario sobre la impropiedad de la crítica hacia el teatro clásico y sus reglas poéticas.
Se detecta desde la dedicatoria del Discurso (a la Marquesa de la Torrecilla, doña Isabel O’Brien y O’Connor, solicitando su protección) el fuerte carácter patriótico que articula la defensa que realiza Erauso de las comedias de Lope y Calderón: en ellas asegura que «se retrata con propios apacibles coloridos el genio grave, pundonoroso, ardiente, agudo, sutil, constante, fuerte y caballero de toda la nación», y son ejemplo de las «sonoras filigranas del idioma nuestro» (f. 6r). Además, son respetuosas y decorosas con el sexo femenino y con «aquel bello carácter que a las damas distingue en fueros, en gracia y en dominio» (f. 6v). La reivindicación de la cultura patria frente a la oposición de otros eruditos españoles es una cuestión política: reconocer las cualidades de los escritores nacionales implica asumir la importancia de la dramaturgia española.
Tras la dedicatoria, se incluye el argumento del Discurso en las páginas que componen la sección titulada «Papel circular que, solicitando el examen, censura y corrección de esta obra, escribió el autor a varios sujetos doctos y con especialidad a los que, por escrito, dieron los dictámenes que a él se siguen». En él, en términos ampulosos, Erauso insiste en la defensa a ultranza de ambos dramaturgos, «varones legítimamente dignos de universal veneración y gloria, por lo que han ilustrado la nación con sus maravillosas producciones, tan emuladas como inimitables» (f. 7r). En los mismos términos hiperbólicos establece la captatio benevolentiae hacia su texto, «todo irremediablemente necio, despreciable, y sin aquellas partes que la elocuencia ordena y apetece el delicado gusto de los sabios» (f. 7v).
Para Erauso, el «método» y las «reglas» para componer comedias, así como el fundamento de la imitación, fueron establecidos por Lope, siendo Calderón quien las perfeccionó. Con esta afirmación se posiciona abiertamente en contra de la actitud de los reformistas neoclásicos de la Academia del Buen Gusto, quienes sujetan la calidad poética al cumplimiento de reglas determinadas por la observación e imitación de la naturaleza. Lo que para otros teóricos y preceptistas de esta tertulia más estrictos, como Nasarre, suponía un rasgo de desarreglo y vulgaridad, para Erauso es muestra de ingenio. Si bien no puede negar que ambos dramaturgos no siguieron escrupulosamente los preceptos poéticos clásicos, sostiene que en ello reside el carácter innovador de su teatro («¿Cómo habían de ser inventores, sin dejar de ser copiantes? ¿Cómo habían de adelantar, si no habían de exceder?»); lo que otros críticos consideran fallos, para él son aciertos.
La interpretación nacionalista de Erauso le lleva a rechazar de pleno toda influencia extranjera en la percepción histórica del teatro patrio, así como en la configuración actual de la escena; y esto lo aplica igualmente a los «ancianos escritos», esto es, a las poéticas clásicas que difieren radicalmente de la realidad cultural española y, por tanto, no pueden ser su referente teórico. Igualmente, acusa a la regularidad clasicista de inverosímil, y considera que su cumplimiento estricto compromete el beneplácito del público por la pieza. Erauso no configura su teoría de interpretación del texto teatral en función de su utilidad pública, sino según una poética del gusto y la diversión (b), de la que deriva su comentario poético de las comedias de Lope y Calderón: la autoridad de los clásicos, si bien no fue desconocida para los dramaturgos españoles, no casa con la idiosincrasia del pueblo español, que determina su gusto por un tipo menos ortodoxo de teatro, regulado por su propia tradición. La creación artística queda así condicionada por su fin, por lo que el público espera de ella, y toda inversión del procedimiento resulta contraproducente y hasta perniciosa para el mantenimiento del arte dramático nacional. La utilidad del teatro reside en que es fuente de entretenimiento para el pueblo y su gusto es cambiante y vario (como variada es la naturaleza y, por tanto, no se puede imitar con precisión). De ahí que no pueda ser sujeto a reglas aristotélicas que se alejan de la realidad sociocultural española la cual debe orientar toda creación dramática nacional. Las reglas, en este caso, están dispuestas por el fin pretendido para el texto, que no es otro que el de complacer al público.
Pese a la inconstancia del gusto del público y de rasgos poéticos propios del sentido clásico de la naturaleza, Erauso no duda en afirmar que Calderón y Lope suponen el culmen de la poesía dramática. Representan a quienes contribuyeron de forma definitiva a su más alto desarrollo como diversión pública y muestra de un ingenio sublime. Su valía depende de sus cualidades naturales. Se invierte así el sentido de uno de los preceptos clasicistas fundamentales: las aptitudes artísticas preexisten en el individuo, son innatas, y se manifiestan en su obra que se adecua al contexto histórico resultando por ello interesante y útil, como bien se demuestra en el caso de Lope de Vega y Calderón de la Barca. Es este el punto clave para entender el Discurso de Erauso y Zabaleta.
Tras este «Papel circular […]» se incluyen en el volumen las censuras y dictámenes a la obra a los que Erauso recurre en apoyo de su apologética defensa. En ellos se recogen opiniones de diversos eclesiásticos también favorables al juicio positivo de las comedias de Lope y Calderón. El primer dictamen corresponde al teólogo e inquisidor Agustín Sánchez que comparte el criterio nacional de Erauso y Zabaleta. De hecho, remite al comentario de Cervantes sobre Lope y de Calderón del padre Diego Antonio de Barrientos (inédito hasta entonces, y que reproduce en su censura), como criterios de autoridad; repudia, por razones religiosas, el apelativo a Calderón como «Dios de los teatros», que le asignó Nasarre en su Disertación, y desautoriza sus conclusiones por haberse basado en opiniones extranjeras, ajenas al modo de ser español y a su idiosincrasia poética (c). Para ello, recupera la polémica suscitada por la Aprobación a la verdadera Quinta Parte de Comedias de don Pedro Calderón, publicada por fray Manuel de Guerra y Ribera en 1682, en la que rechaza las comedias clásicas, «gentiles», siguiendo criterios de los Padres de la Iglesia. Acusa, pues, a Nasarre, de tener también en estima el censurable teatro antiguo, tomándolo como modelo.
El segundo dictamen del padre Eusebio Quintana, teólogo y «lector jubilado», si bien confiesa su escaso conocimiento del tema del Discurso, se centra en responder con detalle a la Disertación de Nasarre. Cuestiona la contradicción de su planteamiento, donde se señala el carácter desarreglado de las comedias de Cervantes, Lope y Calderón, pero únicamente se concluye un juicio negativo sobre estos dos últimos. Remite al Arte nuevo de Lope para argumentar que el Fénix fue consciente de sus propios errores, lo que invalida como poco original toda crítica posterior. Acusa a Nasarre de poco amante de la cultura española, por excederse en su crítica y concluye con que tanto Lope como Calderón cumplen con el precepto sumo de la comedia, que es el de deleitar enseñando, y esto perdona su irregularidad, supeditada al objetivo de despertar el gusto en el pueblo humilde y contribuir a la perfección de la comedia, así como encajan en el carácter natural del español, de espíritu serio y piadoso pero propenso a la risa vulgar (d).
Por su parte, el prior José de Jesús María, autor del tercer dictamen, también incide en propugnar la crítica mesurada y razonada antes que la injuria desatada: más aún si va dirigida al juicio de las grandes plumas de la literatura española, que engrandecieron a la nación. Igualmente, aplaude la calidad discursiva del texto de Erauso y Zabaleta, así como sus juicios reprobatorios contra la vulgaridad de bailes y entremeses.
El padre Alejandro Agudo, inquisidor y catedrático de Teoología de la Universidad de Alcalá, también centra su aprobación en rebatir la Disertación de Nasarre: condena su carácter contrario a la nación y la tacha el prólogo de Blas Nasarre de «comedia», en tanto que le parece vulgar y ridícula y así justifica que en sus orígenes también la comedia antigua fue género para el pueblo llano. En cuanto al teatro español, destaca la calidad natural de su lenguaje, superior a otros coetáneos en hermosura, y aprecia la mezcla de tragedia y comedia ideada por Lope, pues se amolda al genio español y procura su diversión, y se plantea desde el conocimiento de las reglas clásicas y su superación, puesto que no son apropiadas por sí mismas para la particular naturaleza española. Comparte también la crítica a Nasarre por preferir el teatro clásico, gentil, sobre el español, cristiano y piadoso; rechaza así la predominancia de las reglas clásicas, que no son consustanciales a la creación poética sino a toda aquel arte que emule a la naturaleza, pero no del que proviene cualquier ficción, cuyas reglas admiten continua mutación para adaptarlas a las intenciones del ingenio. La comedia española se define así como «juego» en el que tanto Lope como Calderón dispusieron su habilidad para dar gusto al público o transmitir dogmas de fe.
Finalmente, el clérigo Manuel de Castro y Coloma también desautoriza a Nasarre, afeándole que haya denigrado a nombres insignes de las letras españolas, lo que es signo de soberbia e ignorancia; resta valor a las reglas clásicas, considerando que la poética dramática que cultivaron Lope y Calderón es más apropiada para la naturaleza española, y que el teatro no tiene más reglas que aquellas que determinan los tiempos, puesto que la poética clásica no se cumple a rajatabla en la escena actual (por ejemplo, en lo referente al precepto antiguo de que en la comedia se denunciaban los defectos y delitos de personas particulares).
Comienza así el Discurso propiamente dicho. Volviendo al recurso de la captatio benevolentiae, Erauso figura una situación ficticia, un diálogo entre él y Marcela («señora principal, discreta»), sobre el que estructura el texto. Comienza con la lectura del pliego La sinrazón impugnada, y beata del Lavapiés, publicado por José Carrillo en 1750 y en el que este critica la Disertación de Nasarre. Aun así, considera que resulta insuficiente para hacerse una idea del contenido de este texto contrario a Lope y Calderón. Azuzado por su mala fama, que un librero (personaje ficticio) tacha de intolerable, repugnante, inútil y contraria a los usos y gustos tradicionales de la cultura española, Erauso se anima a participar en la polémica. Sobredimensiona la calidad intelectual de Nasarre (sin identificarlo), lo que le servirá para prestigiar por contraposición su propia respuesta. Coincide en la valoración negativa hacia el tosco estilo de Cervantes en su teatro, que desluce su ingenio. Y es importante que establezca esta afinidad de pareceres al comienzo del Discurso, porque luego le servirá para incidir en la contradicción de Nasarre (que, bajo un similar juicio, acepta a Cervantes pero rechaza a Lope y Calderón) y, por consiguiente, refutarla en el caso de Lope y Calderón, donde no encontrará ni un estilo áspero ni falta de ingenio. Del mismo modo, le sirve para cuestionar el estilo de Nasarre como pomposo y hueco, lleno de ripios cultistas y «bachillerías» que se traducen en errores de expresión (aspecto al que dedica un prolijo comentario, con múltiples ejemplos). Ridiculiza la fijación del autor de la Disertación y otros semejantes por Plauto, Terencio, Aristófanes, Homero, a quienes censura por paganos y menosprecia por anticuados, y por ofuscar a sus eruditos seguidores con «estilos despreciados en las tablas y en los gustos» (p. 14).
La argumentación de Erauso y Zabaleta se va construyendo así sobre los puntos clave en los que coincidieron los censores: una interpretación nacionalista y moral de la literatura dramática española, que por su propia naturaleza no puede ser trastocada por la artificial imposición de reglas desfasadas, impías y que no complacen al público. Sostiene su réplica en que la innovación y el cambio, por sí mismos, no son perniciosos para la escritura, sino una consecuencia natural del paso del tiempo y el cambio en los gustos y modas. Refuta así la hipérbole lógica de Nasarre, por cuanto a que ni Lope ni Calderón corrompieron «todo el teatro español» (e), ni mucho menos las suyas, a las que solo introdujeron cambios surgidos de su propia voluntad como creadores. El gusto y el entretenimiento no están sujetos a leyes y, por tanto, no pueden ser objeto de sesudas disquisiciones eruditas. En este sentido, las nuevas reglas de la verosimilitud, el decoro y las tres unidades, tomadas de los autores clásicos, son inútiles e, incluso, perjudiciales para la escena patria y el orden político de la nación. Y la crítica de Nasarre queda deslegitimada por ser únicamente teórica, puesto que él «no es crítico de profesión ni sabe hacer comedias» (p. 39): teoría y práctica forman un binomio de experiencia que capacita al erudito para ejercer su labor.
Pasa así a comentar la causa de esta situación: la asimilación acrítica de la moda extranjera, frívola y superficial (f), que compromete y destierra el mantenimiento de la tradición que es intrínseca a la naturaleza española («[…] el perjudicialísimo arraigado vicio que tenemos de abandonar lo propio por estimar lo extraño», p. 63) (g). La analogía de estas «leyes fantásticas que inventó la ignorancia, la superstición y el vicio» que ofenden al honor no es casual, pues responde a la voluntad casticista y conservadora de Erauso en su teoría poética: la tradición dramática española contribuye a perpetuar lo que denomina «cristiana prudencia, para el más acomodado y racional modo de vida» (p. 46).
En cierto modo, incurre en una contradicción con el concepto de novedad que antes propugnaba: en este caso, el cambio es auténtica corrupción, pues implica desprecio a la propia identidad española. El teatro ha de servir a la utilidad común, pero esta solo se desarrolló una vez se despojó de su origen «sacrílego» y vulgar en la antigüedad grecolatina: cualquier fijación por tales reglas, bajo el simple presupuesto de que por sí mismas son signo de perfección, es una postura dogmática y errada, por muchos partidarios que pueda tener. Y, aunque los preceptos en sí «no contienen cosa que pueda ofender la pureza de la religión cristiana ni la rectitud de las costumbres» (p. 54), no por ello ha de obligarse a su aplicación en la poesía dramática, pues tampoco aportan ningún beneficio a la escena. La oposición de Erauso, pues, es tanto ética como estética. No se trata tanto de negar las indudables virtudes de las enseñanzas de los antiguos como de reconocer sus fallos y la imposibilidad de adoptar su doctrina poética como imposición. Después de todo, recuerda que ni el gusto es inmutable, ni una ley, y que las mismas leyes cambian con el tiempo, adaptándose a lo que el bien público requiere de ellas.
Erauso descarta así la interpretación de Nasarre sobre el teatro de Cervantes: la pobreza de estilo de estas obras, que se reconoce en la Disertación, quedaría explicada por el carácter burlesco que querría imprimir en ellas su autor. Pero para él tanto el teatro de Cervantes como el de Naharro, Rueda, Encina y otros coetáneos que siguieron las reglas clásicas es «rancio», imitación servil de una poética arcaica. Rechaza el principio de antigüedad como legitimación y cuestiona su formulación lógica de presunción de su calidad antes de comprobar su aplicación práctica. Cervantes, en suma, no agradó al público por seguir las reglas «de Terencio y Plauto, a que Madrid había tomado hastío» (p. 71).
Erauso también dedica varias páginas a refutar el giro lógico que realiza Nasarre para sostener que la mala calidad del teatro de Cervantes se debe a que lo escribió como imitación paródica del «mal teatro» del que Lope era representante, con el fin de «purgar el teatro de su mala moral», inducida por el vulgo. Insiste en la contradicción del razonamiento, y cita la propia aprobación de la edición de las Comedias y entremeses en la que se incluye la Disertación, y en la que el censor reconoce que Cervantes no seguía las reglas del arte en su teatro e incurría en la mezcla de lo trágico y lo cómico: por tanto, no existe ningún motivo lógico de base poética al que Nasarre se pueda aferrar para justificar su beneplácito hacia estos textos, más allá de su propia consideración positiva sobre ellos. También recuerda la propia valoración que Cervantes tenía sobre sus comedias (no «burlas», sino comedias como tales, completas y listas para ser publicadas) y la nula aceptación que tuvieron entre los actores de la Corte, como él mismo declaró. Nasarre, por tanto, incurriría en apriorismos que le llevarían a justificar su conclusión con opiniones del propio Cervantes sacadas de contexto o con juicios que contradicen la propia conclusión de la Disertación: «No previno [Cervantes] que fuesen comedias quijotescas, porque ni lo eran ni él lo discurrió jamás» (p. 79), de lo que se infiere que «[…] no supo escribir comedias con arte ni sin él» (p. 82), pues ni son bien recibidas por los eruditos por seguir las reglas (arcaicas y ajenas a la tradición, como ya hemos visto), ni fueron aceptadas por el público por no hacerlo (h).
Tras negar que el «corto vulgo» asista al teatro, puesto que su nula inteligencia lo aleja de la escena, y por tanto no determina (o no ha de determinar) con su gusto la labor intelectual de la composición de comedias (sí la parafernalia escénica, accidentes bufonescos y zafios), establece la autoridad del «pueblo sano» para condicionar lo que se escribe y representa, pues solo quien es de elevada categoría está capacitado intelectualmente para impugnar qué teatro es bueno y cuál no. Critica a continuación el principio de conformación a las reglas como producto de la imitación de la naturaleza y las costumbres, puesto que es una acción esquiva, imposible de graduar y, por consiguiente, de regular para su traslado a la escritura dramática. Implica presuponer la autoridad de una teoría no probada y denota que quienes la defienden carecen de verdadera capacidad como legisladores, puesto que el conocimiento de las reglas naturales no está ordenado como estudio formal. Puesto que la capacidad de imitar a la naturaleza está al alcance de cualquiera y puede producir diferentes productos sobre un mismo objeto, no precisa de estudios ni práctica técnica, y por ello no puede sostenerse por reglas universales. El teatro, así, se ha de construir sobre la ficción. De todo esto se deduce que la comedia clásica, a la que acusa de zafia y chabacana, no solo es inapropiada por impía o ajustada a unas reglas inverosímiles, sino también por someterse al gusto del público vulgar al que no hay que dar crédito: en suma, no proporciona provecho moral y es dañina para toda clase de público, ya que seguir sus preceptos implica afianzar en la escena temas y personajes groseros (i). Es este el núcleo de la acción de los entremeses, sainetes y bailes, y por ello Nasarre no duda en considerarlos perniciosos para la educación pública en buenas costumbres.
Para Erauso y Zabaleta, Lope y Calderón contribuyeron a expurgar el teatro clásico de indecencias y a adaptarlo para que fuese útil y ameno al público. No encuentra en sus comedias ni la chabacanería ni la vulgaridad que le achaca al teatro antiguo y sí un apropiado y verosímil reflejo de la naturaleza. Sobre este concepto sostiene que es polisémico, lo que dificulta que tenga un uso tan concreto como el que a priori es necesario para que sirva como regulador de la poética dramática: la naturaleza «es el propio ser y esencia de las cosas», inimitable pues es a su vez copia de la inaprehensible divinidad, y por tanto llena de belleza y digna de admiración (j). Erauso conoce, como es lógico, la teoría platónica de las ideas y el concepto tomista de la causa primera, y concluye que, por inconmensurable, la naturaleza no puede graduar la creación poética de manera fija e inalterable(k): solo se admitiría como verdadera imitación aquella que refleje tal variedad (l). Por tanto, por los preceptos de acción, lugar y tiempo son solo limitaciones artificiales sobre una realidad infinita; más aún, esta falsa regulación solo se aplica a la forma, mientras que Nasarre señala que la imitación en el teatro clásico se produce en el fondo de la copia, lo que para Loyola es un absurdo, pues el fondo es un concepto impreciso e incomprensible. Partiendo del silogismo que equipara a la poesía y la pintura como fieles imitadoras de la naturaleza, Erauso sostiene que tal perfección en la copia (a la que la pintura puede llegar con mayor precisión) no puede encontrarse en las comedias antiguas que solo son reflejo de personajes de ínfima categoría y costumbres nocivas (m). Más adelante, recuerda que si en la pintura se emplean recursos como la metáfora y la alegoría, en la poesía, por consiguiente, también son válidos.
Se sorprende Erauso y Zabaleta del juicio tan negativo de Nasarre sobre Lope, cuando alaba, al igual que hacía Cervantes, su fecundidad portentosa en la escritura de comedias (p. 142); aún más, no detecta en las palabras de Cervantes en el prólogo a sus Comedias más que elogios a Lope («[…] llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas»), por lo que la valoración de Nasarre, a partir de esta misma fuente, sería errónea (n). Concuerda con el elogio a Lope escrito por Juan Pérez de Montalbán, desprecia a todos aquellos que se opusieron al Fénix, acusándolos de faltar así a la gloria de la nación, y tacha a Nasarre de envidioso por mostrarse favorable a lo extranjero antes que a lo patrio, destacando obras francesas como ejemplo de buena comedia y repudiando las de los corruptores españoles (Lope, Calderón y sus seguidores: Rojas, Hoz, Guillén de Castro, Moreto, Solís…), lo que para Loyola es una generalización injusta y sin argumentos (ñ). Prosigue con un extenso panegírico a Lope, incidiendo más en sus virtudes personales, que enlaza con el preceptivo comentario de su poética. En primer lugar, remite al testimonio de Lope en el Arte nuevo (lo mismo que hizo Nasarre en la Disertación), donde admite conocer las reglas poéticas clásicas; esto refutaría el ataque de Nasarre, para quien Lope ocultó su ignorancia literaria achacando sus yerros al mal gusto del vulgo español. En segundo, que las supuestas alteraciones que realizó sobre estas reglas no las corrompieron, puesto que, como ya se ha insistido en el Discurso, la comedia clásica ya era corrupta de por sí, y así se transmitieron sus rudezas al teatro español. En tercero, que la renovación dramática ofrecida en el Arte nuevo responde a que los miembros de la Academia de Madrid le encomendaron a Lope que amoldase esas normas arcaicas al gusto del público, y con posterioridad lo ensalzaron como «el primero que puso en España las comedias en método» (p. 186). La alteración de la poética clásica no implica, pues, ni que esta sea inamovible ni que la propuesta de Lope sea vituperable, pues está refrendada por las más altas autoridades académicas. Frente a Nasarre, que interpreta literalmente el Arte nuevo como un testimonio de Lope en el que este subestima su capacidad poética, Loyola sí detecta la captatio benevolentiae que articula tal discurso.
En cuanto a Calderón, Erauso y Zabaleta es más incisivo en su defensa. Nasarre critica la intolerable mezcla de lo sagrado y lo profano en los autos sacramentales; Calderón, segundo corruptor de la escena en su opinión, es incluso peor que Lope por su tendencia al artificio, la irregularidad, la falsa erudición, la inmoralidad, la falta de decoro femenino, los cultismos lingüísticos y el exceso de enredo. Por consiguiente, su teatro no tiene ninguna utilidad para instruir al público en buenas costumbres. En contraposición, Erauso cita numerosos pasajes de la Disertación para, a continuación, replicarlos. Sobre los autos, remite a autoridades eclesiásticas (censores en su mayoría, que aprobaron la publicación de estos textos (o) para argumentar que su aparente exceso de alegorías y anacronismos no son sino reflejo fiel de lo incognoscible de los misterios de fe que se escenifican, así como no refutan en ningún momento la erudición de la que hace gala Calderón; indica también que la Inquisición hasta ese momento no ha prohibido su publicación o representación.
La defensa de ambos ingenios se basa en una metonimia: en el individuo representa el prestigio de la nación. Por ello, urge defender a los hijos de España para salvaguardar el honor colectivo. La calidad de sus textos es motivo suficiente para que se les concedan títulos honoríficos (como «Príncipe de los poetas cómicos» a Calderón) para apuntalar su fama póstuma; títulos que Nasarre rechaza en términos despreciativos que resultan inaceptables para Loyola, quien responde con mayor virulencia. Bajo el pretexto de que «[…] los vicios son, a mi parecer, naturalmente incapaces de hermosura, propia ni postiza» (p. 207), colige que es imposible que Lope y Calderón sean culpables de emplear artificios para disimular su impericia poética, ni para hacer asimilables los vicios que, en realidad, escenifican para instruir al público contra ellos. Detalla impropiedades sintácticas y semánticas en la argumentación de Nasarre, al que vuelve a acusar de incurrir en bachillerías para tapar su ignorancia. Tacha la crítica de la Disertación como desmedida y sin freno, que se dirige a todo tipo de producción poética de ambos ingenios (cómica, lírica y trágica). Si bien reconoce que algunas comedias de Calderón acusan la inverosimilitud por su acumulación de incidentes y su atropellado enredo, aun así sostiene que son pocas, y además no se le pueden adscribir a él sino a otros autores. Aprovecha entonces para discurrir sobre el concepto de inverosimilitud: arremete entonces a que sea graduado por el cumplimiento o no de la regla de las tres unidades, que previamente había desechado por ilógica y desfasada, y también sobre la verosimilitud en la disposición del enredo e incidentes. Además de enrevesada, la definición que da Nasarre de este concepto le parece indeterminada: por una parte, Erauso reconoce que si lo verosímil es lo ordinario, entonces es imposible causar admiración si no es excediendo lo ordinario, y por tanto incurrir en inverosimilitud; por otra, este concepto no designa sino la apariencia de verdad, imitación de la naturaleza, de modo que hasta los lances más extraordinarios pueden ser creíbles si se fundan en que ocurrieron en la realidad.
Empero, no incurrió Calderón en esto, puesto que en sus obras no se representan «casos peregrinos, acontecimientos maravillosos, producciones espantables ni otros monstruos […]» (p. 215). Nasarre cayó en una falacia al limitar lo verosímil a solo lo que su experiencia sensible y particular le ofrece. No considera, pues, una larga serie de sucesos maravillosos que, pese a ser reales y testimoniar la inconmensurable variedad de la naturaleza (p), resultan impropios para la rigidez de las reglas poéticas, que solo dificultan cual «estorbo o prisión» la realización del arte dramática (q). Las tres unidades solo «oprimen el entendimiento, estrechan la facultad y limitan los hechos» (p. 224) que, dependiendo de la acción natural que representan, precisan de más flexibilidad en la disposición temporal y espacial de los acontecimientos (r). Otros rasgos poéticos, omnipresentes en las preceptivas clasicistas, son también objeto de su crítica: las unidades de estilo, de sujeto, de especie o asunto (p. 226), que comprometerían el entretenimiento en el teatro al someter a la acción bajo un tono uniforme (lo alegre se alterna con lo triste en la realidad, y la soledad con el bullicio, y ello debe ser asumido por las reglas poéticas (s).
Calderón, por el contrario, con su ingenio «copió, con la mayor puntualidad y viveza, las interioridades, los deseos, las pasiones, las inventivas, los genios y los ardides de los vivientes» (p. 219), que de por sí son múltiples, complejos y asombrosos. Estas virtudes provienen de otro principio inexcusable para la creación poética: la aplicación práctica de los conceptos teóricos aprendidos (t), lo que no es sino la constatación de la observancia de la variedad natural que ha de imitarse en la poesía (u). Esto también es preceptivo para el «prosista crítico» (una puya nada velada a Nasarre), pues solo conociendo estos preceptos podrá discernir la poesía buena de la mala. Insiste también Erauso en la cuestión de la ilusión escénica. Si bien el precepto de verosimilitud en la poesía dramática reside en imitar la variedad existente en el mundo real, esto está sometido a que la representación es, en cualquier caso, una ficción, y así lo percibe todo el público (v). Por eso mismo, no tiene razón de ser la aplicación de un principio estricto de regularidad, puesto que la pluralidad, que es consustancial a la naturaleza, también permite que el espectador asuma el artificio de la representación, plasmado en la ruptura de las unidades de tiempo, lugar y acción. En su efusiva alabanza a Calderón, Loyola aprecia especialmente su capacidad para escoger lo más ilustre de la realidad («[…] nuevo rumbo, objetos altos, pasiones nobles, ilustres hechos, empresas difíciles e idioma culto», p. 236) con el fin de entretener e instruir al público (x), sin limitar sus comedias a la simple imitación de lo natural. Y todo ello se debe a su ingenio natural: de ahí se colige que la crítica de Nasarre es impropia, puesto que está realizada desde la propia incapacidad de este erudito por comprender la verdadera esencia poética de las comedias que repudia.
De ahí que insista en contradecir la definición clasicista de la comedia: si el efecto catárquico de este género reside en la ridiculización pública de los vicios y se deduce que es privativo para personajes humildes (lo que se acepta en este Discurso, puesto que también las personas de baja condición son parte de la Naturaleza imitada por el Arte), Erauso y Zabaleta sostiene que solo los ejemplos nobles en el escenario pueden mover al público a tener un comportamiento apropiado, y que por ello los personajes elevados no pueden estar excluidos de la comedia. Se asume así que también la nobleza es propensa al error que conduce al ridículo y la risa. Así, destaca en varias ocasiones cómo los galanes y damas de estas comedias son un ejemplo de recato, decoro, compostura, cristiandad y buenas costumbres. El que Calderón pinte con estos rasgos a sus personajes, sobre todo los femeninos, es señal de que toma los elementos más provechosos de la realidad (en cuanto a que son propios de la «ley natural y divina»), lo que implica igualmente que tanto hombres como mujeres son depositarios de tales cualidades. De este modo, rebate a Nasarre, para quien la conducta de las damas calderonianas era censurable. Se centra especialmente en que el tema del amor no se trata de forma indecorosa en las comedias de Calderón, puesto que es este un sentimiento impredecible, ya que los afectos humanos son diversos, y ha de estar conducido de forma coherente, mediante la galantería y la lisonja, hasta su feliz conclusión en el matrimonio.
Tras un extenso repaso a una amplia nómina de eruditos que publicaron elogios sobre Calderón, concluye el autor con que la Disertación de Nasarre palidece tanto por continente (ser una única opinión contraria entre tantas otras positivas) como por contenido (estar falta de razón, de argumentos sólidos, de estudio suficiente). Reconoce igualmente que en su extenso Discurso no ha impugnado ni comentado otros puntos de la Disertación (las opiniones de la crítica francesa, los argumentos de los poetas contrarios a Lope, las imprecisiones de Nasarre en el análisis de las comedias que cita, sus declaraciones sobre poetas coetáneos…), que ofrece en una larga lista con la que redunda en que su contenido es aún más reprobable, si bien se cuida en declarar que su respuesta se dirige a los juicios del anónimo prologuista y no a su persona, aunque deja caer que su injuriosa crítica a los ilustradores y honradores del teatro Lope y Calderón (p. 285) bien justificaría que recibiese tal clase de crítica personal.
- En el ejemplar que reproducimos hay una aprobación manuscrita en el primer folio firmada por Esteban Aldebert, constante en Leyes en la Universidad de Alcalá. El texto está incompleto en la digitalización, puesto que el escaneado corta el margen derecho del folio: «Muy señor mío: habiendo leído con atención y reflexión este libro, que se reduce a impugnar un prólogo que calumnia a los insignes Calderón y Lope de Vega llamándoles corrupto[res] del actual estado de las comedias y presente teatro, soy de pa[recer] […] del autor del este libro que como insigne y prudente […] defiende los héroes inmortales en el renombre y fama y al mismo tiempo como generoso español no permite ultrajes de su nación».
- Comentario que posteriormente basa en las opiniones del padre Feijoo (a quien dedica muy elogiosas palabras) sobre la mutabilidad del gusto y la imposibilidad de someterlo a reglas (pp. 56-57).
- Paradójicamente, Nasarre construye su Discurso como respuesta a los ataques de Du Perron de Castera a la dramaturgia española.
- Solo afea la tendencia de la comedia lopesca y calderoniana a dar voz a la mujer, dotándola de superior raciocinio como personaje en sus intervenciones, lo que considera «perjudicial hasta lo sumo» para España; por otra parte, desaprueba el auto sacramental por inapropiado, lo que adelanta la polémica que tendría lugar unos años después y que culminaría con la prohibición de este género.
- Erauso se burla especialmente de que Nasarre emplee este término de forma metafórica: «[…] siquiera por haberme excusado de creer que las comedias podían corromperse al modo de los capones de Medina, las perdices y otras carnes estadizas, que pasan a ser inservibles por el estado de corrupción y pestilencia a que suelen llegar con el demasiado descuido» (p. 32).
- Erauso rebate la autoridad del criterio extranjero sobre la poética dramática española, y juzga que la Disertación sin duda será bien recibida «por su ridiculez» en Italia y Francia (p. 175). Repara en la incongruencia de Nasarre, quien es proclive a la comedia francesa como ejemplo de teatro ajustado al Arte pero al mismo tiempo afea la aprobación con que autores clasicistas como Molière o Corneille adaptaron obras de Calderón. Para Loyola, que Nasarre no vea en esto un criterio de autoridad para aceptar la calidad del teatro español áureo es muestra de su prejuicio antiespañol.
- «[…] Y así se ve que hemos desterrado vergonzosamente mil cosas que heredamos de nuestros abuelos. ¿Qué dirían sus mercedes si alzasen la cabeza y viesen alteradas todas aquellas baratas y decentes reglas del adorno y el recreo?» (p. 44).
- La admiración que Nasarre manifiesta por el Quijote de Cervantes es motivo de chanza para Loyola: la juzga como novela sobrevalorada, de argumento «seco, áspero, escabroso, pobre, soñado» (p. 176), que no contribuye a la gloria de la patria porque, pese a la fama que ha obtenido en el extranjero como muestra del ingenio literario español, no es más que una burla hacia el carácter patrio, que recae en los tópicos falsarios sobre su fanfarronería y soberbia, desluciendo así sus verdaderas virtudes.
- Falta en la que incurriría Nasarre, al admitir que la comedia ha de ser escaparate de hechos vividos por «oficiales, truhanes, mozos, esclavos, rameras, alcahuetas, ciudadanos y soldados».
- «[…] Limpiadora de los vicios del alma, espejo de la vida, ejemplo de las costumbres, imagen de la verdad y remedio eficaz para enfrenar las ardientes juventudes […]» (p. 124).
- «Si su grandeza está en su variedad y sus excelentes obras imitan tanto el poder del Hacedor Supremo, ¿cómo puede imitarse propiamente con pasajes abatidos, firmes, feos y comunes, asignados con invariable precepto a las comedias?» (p. 121).
- De hecho, para Erauso una virtud de la poética de Lope reside en cómo amolda el concepto de verosimilitud e imitación al carácter multiforme de la naturaleza.
- Sobre el supuesto de que «la perfección de un retrato debe consistir en la puntualidad de lo parecido, en la viveza de lo imitado» (p. 134), tampoco es permisible que el arte sirva para plasmar los defectos de la realidad, pues es privativo de la pintura el poder remedar los fallos de lo pintado. Así, no debe estar constreñida a las reglas que limitan la correcta imitación de la realidad, si bien tampoco puede evitar seguir reglas lógicas, motivadas por la observación.
- También remite posteriormente a los elogios a Lope que le dedicaron Quevedo, Gracián, el Duque e Sessa, el censor Valdivieso, Francisco de Quintana, fray Ignacio de Victoria y el padre Aguilar (pp. 178-184). Opiniones de eruditos españoles que acumula para contradecir el ataque de Nasarre en la Disertación.
- Igualmente, repara en la incongruencia de Nasarre, quien sitúa la comedia francesa como ejemplo de teatro ajustado al arte, pero al mismo tiempo afea la aprobación con que autores clasicistas como Molière o Corneille adaptaron obras de Calderón. Para Erauso, que Nasarre vea en esto un criterio de autoridad para aceptar la calidad del teatro español áureo es una muestra de partidismo antiespañol
- Son el padre Juan Mateo Lozano y el censor Guerra y Ribera, quienes alaban la buena doctrina que se transmite en estos autos y la propiedad con que Calderón los compone. Más adelante cita a Gaspar Agustín de Lara y la elegía que le dedicó a Calderón, a Francisco de Lemene, Juan de Goyeneche, Antonio Solís, Lucas Constantino Ortiz de Zugasti, fray Isidoro Carrillo, Juan de Vera Tasis, Agustín de Salazar, fray Juan Bautista de Aguilar, fray Antonio de Fuente la Peña, Juan Díaz de Rengifo, Juan Pérez de Montalbán, Antonio de Zamora y Antonio de Sousa Mazedo. Un amplio catálogo de censores y eruditos con los que Loyola quiere justificar las hiperbólicas alabanzas que había recibido Calderón en vida y de forma póstuma, y que acumula para responder con contundencia a Nasarre.
- «Si su merced ha podido ser tan feliz que, o por sus amables prendas o por sus altas virtudes, o se libró de amor, o no necesitó para sus logros la mediación de ruegos, de humildades, de abatimientos, de lisonjas, de terreros, de discreciones locas, de metáforas atrevidas, de conceptos elevados, de dicciones elegantes, de viajes, quimeras, trasnochamientos y otros muchos malogros de días y ollas, dé gracias a Dios por favor tan grande, y crea, sin que se jure, que de eso hay poco, y aun poquísimo» (p. 218).
- Aun así, Erauso no es contrario a que el arte esté regulado, pero siempre bajo principios útiles y mesurados, que no impidan la imitación de la variedad natural (pp. 223-224).
- Recurre a la hipérbole para insistir en la ineficacia de la aplicación estricta de las reglas: «[…] si cada día, cada acción y cada sitio necesita un poema, aún será corto el año para que sepamos el paradero del galán, de la dama, del soldado, del rey y el santo a quien se imita» (p. 226).
- Erauso incide en la contradicción de Nasarre, quien, en su obcecación por seguir los preceptos clásicos de los gentiles, ignora que en sus manifestaciones religiosas también aplicaban la combinación de sentimientos dispersos (como la adoración en un mismo templo a Angerona y Volupia, diosas del deleite y la angustia, o la diosa Volupia, de dos caras que representaban pesar y regocijo).
- «El conocimiento de las pasiones, de los genios, de los usos, de los sentimientos del corazón humano y del estado de los tiempos y las causas no se halla en los libros. Y, para adquirirle, es menester práctica, aplicación y observancia repetida y exacta que no pueden tener los que viven separados del siglo y sus funciones, o por su instituto o por su genio […]» (p. 220).
- Calderón, dice Erauso, «[…] estudiaba en las aulas de la muy sabia y escondida naturaleza […]» (p. 237).
- «[…] Porque aun los más lerdos y negados concurrentes de los coliseos saben, distinguen y conocen muy bien que cuanto ven sobre el tablado es fingimiento y no realidad, es pintado y no vivo, y es artificiosamente imitado y no existente […]» (p. 235).
- Así, destaca en varias ocasiones cómo los galanes y damas de estas comedias son un ejemplo de recato, decoro, compostura, cristiandad y buenas costumbres. El que Calderón pinte con estos rasgos a sus personajes, sobre todo los femeninos, es señal de que toma los elementos más provechosos de la realidad (en cuanto a que son propios de la ley natural y divina), lo que implica igualmente que tanto hombres como mujeres son depositarios de tales cualidades. De este modo, rebate a Nasarre, para quien la conducta de las damas calderonianas era censurable. Se centra especialmente en que el tema del amor no se trata de forma indecorosa en las comedias de Calderón, puesto que es este un sentimiento impredecible, ya que los afectos humanos son diversos, y ha de estar conducido de forma coherente, mediante la galantería y la lisonja, hasta su feliz conclusión en el matrimonio.