El que fuera nombrado en 1719 Obispo de Clermont, Jean Baptiste Massillon (1663-1742), escribió este discurso contra las lecturas perniciosas. Se publicó por vez primera en 1817, pero fue muy difundido en el siglo XVIII dada la fama de Massillon como predicador. Se le conoció con el sobrenombre del «Racine del púlpito». Mereció el reconocimiento de Voltaire, D'Alembert y La Harpe. Sus sermones fueron muy famosos también en España donde se imprimieron y tradujeron en numerosas ocasiones desde mediados del siglo XVIII.
El argumento principal del Discurso, que ocupa las páginas 1-52 del volumen, se funa en afirmar que la perdición de muchos cristianos procede de las lecturas peligrosas que realizan entre las que distingue los libros frívolos y los libros lascivos:
Los unos distraen el espíritu, debilitan la vida de la gracia y nos predisponen a olvidarnos de Dios; los otros corrompen el corazón y conducen al hombre a la incredulidad (p. 3).
Unos son dañinos para el alma y los otros para el corazón. Sobre este principio organiza las dos partes que componen su discurso. Se ocupa, en primer lugar, de los libros frívolos.
Por tales entiende aquellos que, sin atacar la religión ni las máximas del Evangelio, solo encierran futilidades y bagatelas, impropias de ocupar el tiempo de un buen cristiano. Su mayor peligro estriba en que hacen perder el tiempo y además olvidarse de Dios. Son entretenimientos pueriles e inútiles que apartan al cristiano de lo que deben ser sus verdaderos intereses, es decir, seguir los dictados de la fe para ganarse la eternidad. En consecuencia, su lectura resulta inútil para el espíritu y para el alma (pp. 12-14). Y lo peor es que esta clase de libros generan imágenes vanas que alimentan la imaginación (p. 17).
En la segunda parte se ocupa de los libros impuros, esto es, de los que atentan contra la castidad. En ellos la mujer cristiana aprende a engañar al marido y a profanar la santidad del lecho nupcial, y los jóvenes la malicia del crimen. Es un veneno cuyo efecto no es inmediato, pero causará daños también en la imaginación y en los principios de la educación cristiana.
Así pues, explica que no hay pretextos para justificar ninguna de estas lecturas. Ambas hacen perder el tiempo que debería emplearse en amar a Dios y en atender los deberes del buen cristiano. Hay una gran diferencia entre los libros que inspira el Espíritu Santo y los libros escritos por los hombres y la lectura debería consagrarse a los primeros.
Cuando aborda los peligros de los libros lascivos se detiene en explicar que hay virtudes que exigen más precauciones entre las que destaca la castidad. El corazón del hombre debe permanecer puro e intacto y ello es imposible si se leen libros cuyas pinturas impuras excitan el deseo y la lujuria. Sus escandalosas aventuras constituyen un veneno que se inocula en la sangre y que termina con los principios de la religión y de la educación cristiana. Debe, por ello, abandonarse el imperio de lo sentidos y retornar a la virtud y la fe.
Entiende que nada puede pretextarse en favor de los libros licenciosos. Al igual que en la vida común el hombre se aparta de quienes llevan una vida disoluta y una conducta errante, nada justifica que se elijan libros cuyas costumbres son contrarias a la honestidad y cuyas pasiones teatrales han sido condenadas por la Iglesia. Por otra parte, como los licores fuertes, estos libros producen insensibilidad; son un sutil veneno (p. 30). De hecho, el último de los peligros de los libros lascivos es que conducen a la pérdida de la fe (p. 35).
El origen de la incredulidad en los espíritus fuertes se encuentra en la corrupción del corazón. Por eso debe emplearse el tiempo en leer y seguir la vida de la gracia y los mandamientos de la religión.
Concluye el discurso con el retrato en verso de Rousseau y Voltaire que extrae del poema de La Harpe titulado Triomphe de la Religion y la exposición en verso también de las Ventajas y licencia de la imprenta: escritores impíos e incrédulos modernos del Poëme de la Religion vengée del cardenal de Bernis (1795).