Germain-Hyacinthe de Romance, Marqués de Mesmon (1745-1831), fue un oficial francés que hubo de exiliarse en Alemania durante la Revolución francesa. Especialmente conocido por sus colaboraciones en los periódicos Le Spectateur du Nord y Le Censeur, redactó también un discurso titulado De la liberté de pensée et de la liberté de la presse (París: 1818).
En estas páginas que el Marqués de Mermon publicara posteriormente en Bruselas en 1785, explica la relación entre el hombre sensible y la literatura y, en particular, con la novela. Escribe lo siguiente:
El hombre sensible, que no encuentra en los otros esa delicadeza de tacto, esa exquisita sensibilidad que le caracteriza, se repliega sobre su propio corazón y encuentra la felicidad en la alegría de sus sentimientos y en la perfección de sus conocimientos (pp. 41-42).
Pero enseguida aclara que esta disposición del alma se halla en los principios del gusto, en las Bellas Artes y las Bellas Letras, e incluso en la religión y las leyes (p. 43). El propósito de su discurso consiste, por tanto, en defender a los hombres sensibles de las acusaciones que reciben habitualmente, pues incluso la religión no constituye más que un amor que se relaciona con la sensibilidad (p. 43).
El hombre sensible es aquel al que le interesa o le emociona cualquier espectáculo de la naturaleza (p. 43). Es también un espíritu solitario que prefiere la meditación y la lectura a las relaciones sociales (p. 45).
En ese sentido, señala que la lectura, incluída la de novelas, nutre y desarrolla la sensibilidad. El lector preparado, acostumbrado al estudio de la Historia, la Filosofía y las Bellas Letras en general, encontará en ellas
un medio simple y natural de exaltar y ennoblecer su sensibilidad y de depurar su sentido moral, de elevar y dirigir su amor propio, de restituir su espíritu justo por la multitud y la comparación de los ejemplos, de formarse esa existencia abstracta alejada de los prejuicios, de los errores y de las pasiones ajenas (p. 46).
La multitud de situaciones, declara también, que es posible encontrar en las novelas permite suplir las experiencias propias (p. 47).
A diferencia de la Historia o de la Filosofía, las novelas sirven para guiar la conducta vital (p. 47). En sus páginas, los lectores encuentran una suerte de «práctica artificial» (p. 49). Pero se refiere a un tipo particular de novelas, a saber: «las ficciones morales que pueden dar al alma un interés continuo, que le comunican un calor dulce y sostenido que conmueve sin sobresaltos y enternece sin debilitar» (p. 49). Los autores prototípicos son Richardson y Corneille.
En la Clarisa del primero reconoce la auténtica filosofía de las costumbres. Esta novela ofrece al lector un mundo nuevo en el que puede hallarse consuelo a través del conocimiento del propio corazón y en la moral derivada de un juicio incorruptible, lleno también de esperanzas infalibles (p. 54). Richardson le parece un gran maestro en emocionar, pero en beneficio siempre de la virtud (p. 56). Y también valora a Fielding y su Tom Jones (p. 57). Novelas morales como estas se han multiplicado en Inglaterra, por lo que conviene imitar a estos autores y el género que han desarrollado. El secreto, a su entender, es que la novela no es sino un drama (p. 61).
Así pues, tras el comentario detallado de algunas de estas novelas, el Marqués de Mesmon concluye que en ellas se halla el verdadero principio de nuestros deberes y las fuentes de nuestros placeres. El sistema de los afectos y el de las sensaciones no son sino un camino más corto para establecer los principios generales del comportamiento moral (pp. 69-70).