Don Francisco Pérez de Prado y Cuesta (1678-1755) era el obispo de la diócesis de Teruel cuando Fernando VI le nombró inquisidor general en agosto de 1746, aunque no tomó posesión hasta septiembre del mismo año. La propuesta para elegirle como sustituto de don Manuel Isidro Orozco y Manrique de Lara, que había fallecido un año antes, partió en realidad del confesor real el jesuita Francisco Rávago y contó también con la posterior aprobación del papa Benedicto XIV. Quizá influyó que Pérez de Prado había ejercido como inquisidor fiscal en el tribunal de Córdoba y conocía por tanto el funcionamiento de la institución.
A mediados del siglo XVIII la Inquisición tenía como principal objetivo la vigilancia, supervisión y control de la ortodoxia doctrinal de los libros y papeles ya impresos, puesto que el Consejo de Castilla se encargaba de la censura previa y de la concesión de licencias de impresión. Para ello la Suprema contaba con una serie de herramientas y procedimientos que aplicaba en función de los casos y necesidades: los índices de libros prohibidos, la censura de libros a posteriori, el control de las importaciones en las aduanas y la gestión de las licencias para leer libros prohibidos. Precisamente este edicto aborda este último aspecto, ya que trata sobre la revocación y anulación de todas las licencias para leer libros prohibidos que sus predecesores hubieran concedido y que estuvieran en circulación. De paso también prohibía la retención, lectura o venta de ejemplares de obras que hubieran sido prohibidas, así como de las Biblias traducidas. De esta manera Pérez de Prado dejaba claro que comenzaba una nueva etapa de mayor rigor y supervisión, ya que el edicto estaba fechado pocos meses después de que aceptara el cargo: el 13 de febrero de 1747.
En la exposición de motivos se reflejaban algunos de los que le llevaron a aprobar esta norma. Así, el inquisidor lamentaba la facilidad que había para introducir en España libros y papeles prohibidos, a lo que se añadía que las licencias de lectura no siempre eran solicitadas por personas doctas y sabias algunas de las cuales aprovechaban para comerciar con los permisos, usarlos indebidamente o retenerlos ilegalmente. De hecho, esta corrupción del sistema de licencias para leer libros prohibidos era atribuida por el obispo a la falta de escrúpulos de los lectores, cuyas consecuencias eran preocupantes porque estaban contribuyendo a poner en peligro las almas y a empujar a los fieles a la perdición.
Pero aún los que gozan licencias por escrito, cómo exponen sus almas a tan grave riego? Qué tiene que ver el logro de una licencia dada por importunidad, con entregarse a la contingencia de perderse? (p. 5).
El enorme poder transformador que otorgaba Pérez de Prado a la lectura de libros prohibidos le obligaba a cortar de raíz la causa de los desmanes y desviaciones. Al invalidar y retirar todas las licencias que habían sido concedidas por sus predecesores y que estuvieran en circulación, pretendía empezar de cero y abrir una nueva etapa. Sin embargo, soslayaba la responsabilidad que el Santo Oficio pudiera haber tener en la laxa concesión de las licencias porque en teoría los solicitantes eran sometidos a una investigación por parte de la Inquisición y los permisos solían especificar unas limitaciones temporales, temáticas o de autores concretos.
Además de este edicto, en 1747 también se publicó un nuevo índice de libros prohibidos y, aunque en realidad Pérez de Prado tuvo poco que ver en su elaboración, lo asumió como propio. La obra había sido elaborada por los jesuitas José Casani y José Carrasco, que tuvieron el arrojo de incluir una serie de títulos de obras de autores jansenistas y del cardenal Noris que contaba con el beneplácito papal. Esto dio lugar a un fuerte enfrentamiento entre la Corona y el Papado, bajo el que latía un conflicto doctrinal entre jesuitas y jansenistas.