Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
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Identificación

Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes

Ludovico Antonio Muratori; Juan Sempere y Guarinos (traductor)
1782

Resumen

El término gusto y el sintagma buen gusto constituyen algunos de lo conceptos más complejos y decisivos en la reflexión literaria y cultural del siglo XVIII. En 1782 el ilustrado eldense Juan Sempere y Guarinos da a la imprenta una traducción de la obra del historiador y erudito italiano Ludovico Antonio Muratori, Riflessioni sopra il buon gusto nelle scienze e nelle arti, a la que añade un apéndice: Discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura. En realidad, como el propio Sempere se apresura a aclarar en su prólogo, la traducción no comprende las dos partes del tratado en las que, con el pseudónimo arcádico de Lamindo Pitranio, Muratori publicó en 1708 (Venecia) y en 1715 (Nápoles), sino exclusivamente esta última, y esta con notables cambios, supresiones y adiciones. Y si la primera parte del tratado no fue traducida, pues en opinión del literato español estaba excesivamente apegada a la realidad italiana, la libertad con la que tradujo la segunda la justifica el propio Sempere por la necesidad de sintetizar y adaptar ejemplos y razonamientos al lector español.

En realidad, las Reflexiones muratorianas habían surgido, dentro de la reacción antibarroca propia del inicio de la centuria en Italia, persiguiendo implantar un modelo literario más clasicista y racional que debía ir parejo con la exigencia de establecer un renovado modelo de literato que bajo el signo de una nueva moralidad revisara su relación con los saberes y disciplinas de su tiempo. Esta operación, aun incierta y vacilante, que debía ser la pauta de cualquier comportamiento intelectual, es la que Muratori engloba bajo el término buen gusto.

Un concepto, el de buen gusto, que ya había abordado precedentemente en el tratado Della perfetta poesía italiana (1706) y que había definido como «el juzgar correctamente en nuestro intelecto […] se suele llamar gusto», lo que ya nos lleva a pensar que en Muratori gusto y juicio siempre se identifican, limitándose el primero a una operación técnica, a una facultad intelectual capaz de distinguir y establecer lo que es bello. En Las reflexiones persiste en su intento de hallar la definición satisfactoria de la noción de buen gusto pero sin alterar lo ya expuesto en otras ocasiones. Así, en la primera parte del tratado (no traducida por Sempere), sostiene que gusto es: «El conocer y el juzgar lo que sea defectuoso o imperfecto o mediocre en las ciencias y en las artes para evitarlo; y lo que sea lo mejor y lo perfecto para seguirlo con determinación». Por tanto, este «discernimento dell’ottimo» es algo que tiene más que ver con el sentido común, el raciocinio y el respeto a las reglas que con la noción de gusto que se irá imponiendo a lo largo del siglo como sensibilidad desde el punto de vista de la fruición. Pero para Sempere, el tratado muratoriano es sobre todo un modelo de reforma del conocimiento en todas las ramas del saber que lo mismo podía servir para la cultura y la vida italiana como, llegado el caso, para la española.

De las Reflexiones del erudito modenese, Sempere y Guarinos valora la voluntad reformadora de la noción de buen gusto y el compromiso ético del literato (dentro de un renovado catolicismo muy alejado del contrarreformismo barroco) que debe sentirse comprometido a participar en el movimiento cultural de su tiempo. Es muy sugestiva también la llamada de atención a la responsabilidad crítica de quien escribe y de quien lee, y la convicción de que la lectura de los buenos libros es el medio más seguro de alcanzar una educación sólida y unos firmes valores civiles.

Aprovecha también Sempere y Guarinos la traducción de Muratori para incorporar, al hilo de la nueva noción de buen gusto, un extenso e interesante Apéndice que con el título de Discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura examina el proceso de renovación de la cultura española a partir de la llegada de la monarquía borbónica al país. Para Sempere solo a partir de la llegada de Felipe V empieza a enmendarse el largo proceso de decadencia en la que estaba sumida España desde el siglo anterior. Reinado por reinado, Sempere enumera los principales logros de la nueva monarquía en el ámbito de la cultura y de las bellas letras, una vez recuperado el modelo clasicista del siglo dieciséis, lo que posibilita el triunfo del buen gusto en el país.        

Descripción bibliográfica

Muratori, Ludovico Antonio, Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias, y en las artes. Traducción libre de las que escribió en italiano Luis Antonio Muratori, con un discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura. Por don Juan Sempere y Guarinos, Abogado de los Reales Consejos. Madrid: Antonio de Sancha, 1782.
2 hs., 296 pp.; 8º. Sign: BNE U/946.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000079752

Bibliografía

Froldi, Rinaldo, «Juan Sempere y Guarinos, traductor de las Riflessioni sul buon gusto de Ludovico Antonio Muratori», en Lafarga, Francisco, La traducción en España (1750-1830): lengua, literatura, cultural. Lleida: Universitat de Lleida, 1999, pp. 187-194.

Manero Sorolla, Pilar, «Preceptiva neoclásica e imaginismo en Italia y España: las poéticas de Muratori y Luzán», Homenaje al prof. Antonio Gallego Morell, 1989, pp. 301-314.

Mazzocchi, Giuseppe, «Lodovico Antonio Muratori e la cultura spagnola», Studi Settecenteschi, 11-12 (1988-1989), pp. 17-34.

Núñez García, Laureano, «Ludovico Antonio Muratori y la problemática del buen gusto en la cultura italiana de principios del siglo XVIII», La Perinola. Revista de investigación quevediana, 27 (2023), pp. 151-160.

Quinziano, Franco, España e Italia en el siglo XVIII: presencias, influjos y recepciones. Estudios de literatura comparada, Pamplona: Eunsa, 2008.

Romá Ribes, Isabel, «Libros de Muratori traducidos al castellano», Revista de Historia Moderna, 4 (1984), pp. 113-147.

Romá Ribes, Isabel,  «Influencia de L. A. Muratori en la metodología crítica de Antonio de Capmany», Revista de Historia Moderna, 3 (1983), pp. 383-408.

Scandellari, Simonetta, «Las relaciones españolas de la obra de Ludovico Antonio Muratori», Analecta malacitana, 27/1 (2004), pp. 117-142.

 

Cita

Ludovico Antonio Muratori; Juan Sempere y Guarinos (traductor) (1782). Reflexiones sobre el buen gusto en las ciencias y en las artes, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<http://212.128.132.174/d/reflexiones-sobre-el-buen-gusto-en-las-ciencias-y-en-las-artes> Consulta: 23/04/2024].

Edición

     PRÓLOGO

El título de esta obra anuncia ya la libertad que me he tomado en la traducción. Luis Antonio Muratori la escribió para promover y fomentar en Italia una República literaria que no tuvo efecto. Con cuyo motivo hay en el original frecuentes alusiones a aquel proyecto, y muchos pasajes de literatura que entre nosotros se tendrían por impertinentes. Estos son mucho más frecuentes en la primera parte. La segunda, que salió algunos años después, está escrita con más delicadeza. Esta es la que yo he traducido aunque sin atenerme al original con una timidez escrupulosa. Lejos de esto, me aparto de él frecuentemente, omito muchos pasajes y añado o propongo en otra forma algunas reflexiones.

No es esta la primera obra que se ha traducido en nuestra lengua del señor Muratori. Su mérito es muy notorio, tanto en España como en las demás naciones cultas.

Me ha parecido conveniente extender algo más la materia de Derecho civil, de la que se trata muy superficialmente al fin del capítulo XII. Juan Luis Vives tiene sobre ella pensamientos excelentes, que muchos no han hecho más que copiar o proponerlos en otra forma. Por esto he añadido un ligero extracto del capítulo VII de su gran obra De caussis corruptarum artium, que es en el que se trata este asunto.

Últimamente, considerando que en España se carece de la Historia literaria del tiempo corriente por no haber diarios ni las demás obras periódicas con que en otras naciones se informa al público de los adelantamientos de la literatura, he creído que sería muy del caso, si tratándose en la obra principal de los medios de formar el buen gusto, daba alguna noticia de los que se han practicado en España para llevarlo al estado en que ahora se encuentra. Para lo cual he escrito el adjunto Discurso sobre el gusto actual de los españoles en la literatura. No ha sido mi ánimo dar una puntual noticia de todas las obras que se han publicado en España en los últimos tiempos. Para saber los títulos de ellas basta leer las gacetas en donde se anuncian, y el informar al público de su respectivo mérito es asunto muy arriesgado y de mayor empeño. Solamente me he propuesto el hacer concebir alguna idea de los establecimientos y obras que más han influido en el gusto actual de los españoles, a los jóvenes dóciles que son para quienes escribió especialmente Muratori sus reflexiones.


 

CAPÍTULO II

Del discernimiento de lo mejor o buen gusto. De su grande extensión. Que la idea de lo bueno y de lo bello son difíciles de unirse en la práctica. Que el fin de las ciencias y de las artes liberales es enseñar con lo verdadero, aprovechar con lo bueno y deleitar con lo bello. De la necesidad de conocer los defectos y los abusos de las cosas. Que el mérito de los libros no depende de su volumen sino del buen gusto de los escritores.

El discernimiento de lo mejor, que es lo que se llama buen gusto, es una virtud muy limitada que lo corre todo, bien que de diferente manera y con diversos fines y respetos. Primeramente, se mezcla en las producciones que dependen de la inteligencia y de la industria, y luego entra en las acciones de la voluntad. En todas ellas importa mucho al hombre el discernir lo mejor, porque teniendo formada una justa idea de ello nos es ya mucho más fácil el arreglar la conducta de la vida, o económica o política, y no solo el apurar lo más fino y delicado de las ciencias y de las artes, sino también el componer nuestras acciones y pensamientos, de suerte que no sean desagradables a Dios y que cooperemos a las gracias y luces que nos bajan del cielo. Mira cómo agrada en la conversación, y cómo se hace estimar y respetar aquel que posee la parte de buen gusto que pertenece a la filosofía práctica o moral; cómo lleva por máxima fundamental el ser y parecer tal a los demás hombres, cuales quiere que estos sean para sí; cómo en el vestido, en las modas, en el porte, en el paseo, en los espectáculos y hasta en las más imperceptibles menudencias estudia y examina con atención los yerros y defectos para evitarlos, y lo más perfecto y delicado para seguirlo y abrazarlo.

[…]

En donde se da más a conocer este buen gusto es en las obras públicas o de la literatura o de las artes. Estas debían procurarse que se hicieran siempre con la mayor prolijidad y delicadeza, porque quedando expuestas a la censura del público y de los siglos venideros, son ellas por las que regularmente se forma el juicio bueno o malo del genio y aplicación de las naciones. Aunque una provincia produzca ingenios asombrosos y hombres grandes en cualquier género de ejercicio, su crédito perecerá con su nombre cuando no permanezca vivo en obras que pasen a la posteridad. Por el contrario, a veces un hombre solo es bastante para liberar de la nota de bárbaro al pueblo, a quien ha debido su nacimiento.

Debe, pues, saberse en primer lugar que la idea de lo bueno, de lo mejor y de lo bello no es una fiera, siempre retirada en los bosques, no alguna matrona majestuosa que mora en el centro de la luna, sin dejarse jamás servir de los mortales. Es una luz nobilísima, encerrada, sí, en los más ocultos senos del entendimiento humano, pero encerrada de tal suerte que a cualquiera puede descubrirse y verse su belleza incomparable cuando se fijen con atención en ella los ojos del alma. Es verdad que no está en manos de todos, antes es muy difícil, y casi imposible, el corresponder en la práctica a la idea que tenemos de lo bueno y de lo bello. Pero, en fin, no es poco el conocer lo más perfecto y delicado de las cosas, aun cuando no se pueda ejecutar. Un buen pintor sabe muy bien en qué consiste el primor de su arte, tiene a su vista todas las reglas, y cuando empieza a hacer alguna pintura manifiestamente conoce lo que debe hacer para que salga conforme con su idea. Acaba la obra y él mismo, si no le ciega el amor propio, es el primero que conoce que no está enteramente perfecta, o que podía haberse hecho mucho mejor. Cicerón, cuando dio la idea del orador perfecto, confesó al mismo tiempo que un tal orador era de desear, pero que no debía esperarse por el curso regular de las cosas humanas. Más de cualquier suerte, es bueno el aspirar siempre a lo mejor. Amare liceat, si potiri non licet. Porque este anhelo hace que los hombres por lo menos o se acerquen, o consigan en sus obras toda la perfección de que son ellas capaces.

Para conocer lo mejor en punto de literatura debe tenerse presente como máxima fundamental que el fin primero y más universal de las ciencias y de las artes liberales es el enseñar, aprovechar y deleitar. Tal vez uno solo de estos fines es el principal, y tal vez se intentan todos igualmente. Enseñan y aprovechan las ciencias instruyendo al entendimiento de lo verdadero y de lo bueno, y persuadiendo a nuestra voluntad haciendo no tanto que nuestro ingenio se acostumbre a juzgar bien y sólidamente de todas las cosas, como que la voluntad se mueva a abrazar lo verdaderamente honesto y virtuosos. Deleitan también las ciencias, o descubriendo al entendimiento el verdadero carácter y propiedades de las cosas que antes ignoraba, o embelesándolo con la hermosura del orden, de la variedad y otras cualidades que hacen que las cosas se presenten al alma en el punto de vista más apto para excitar en ella las impresiones más agradables. El buen gusto, pues, consiste en saber buscar por medios proporcionados lo bueno y lo verdadero, y proponerlo en términos que puedan obrar con toda la fuerza que naturalmente tienen sobre el corazón del hombre, porque también sucede muchas veces que una verdad útil e importante no produzca efecto alguno por el desaliño con que se presenta.
[…]


 

CAPÍTULO III

En qué consista y cómo se forme el buen gusto. De la filosofía y de la erudición y de la unión que debe haber entre ellas. De los errores que suelen cometerse en esta parte.

Para conocer bien en qué consista y cómo se forme el discernimiento de lo mejor, convendrá que dividamos en dos partes el vasto campo de la literatura. A la una la llamaremos filosofía, y a la otra erudición. La primera inquiere, contempla y enseña las proporciones, las razones y las causas así de las cosas como de las acciones y de los movimientos tanto espirituales como animales, y de los puramente materiales. La segunda se ejercita acerca de las cosas y de las acciones mismas. Pero el objeto de las dos es siempre la verdad, o al menos lo más probable y verosímil. Toca pues a la erudición el conocer todas las cosas y sus efectos, cuales son las acciones de los hombres de diferentes tiempos y lugares, los lugares mismos, el temperamento, inclinaciones y costumbres de los pueblos, las opiniones del vulgo y de los literatos. En una palabra, cuanto pueda caer bajo el nombre de historia, tanto se comprende también en él de erudición, de suerte que, aun el saber los preceptos de los sabios, las leyes civiles, los dogmas de la religión católica, que es lo que llamamos teología positiva, no es en mi concepto otra cosa que erudición, cuando solo se busca o se enseña lo que han dicho y determinado los mayores, sin añadir las razones o fundamentos porque los determinaron. El discurrir sobre todas estas cosas dichas, combinado las infinitas relaciones que tienen entre sí, arreglándolas con método y distinguiendo lo bueno de lo malo y lo falso de lo verdadero, es el ejercicio propio de la filosofía.

Si queremos, pues, formarnos un buen gusto, se ha de observar bien la correspondencia que debe reinar entre las dos, en la cual consiste lo mejor y más delicado de la literatura. La verdad, hemos dicho ya, que debe ser el objeto principal de entrambas.
[…]

 

CAPÍTULO IX

Del buen estilo y de la elocuencia. Del buen orden y de otras cualidades que deben tener los libros. Del cuidado de la impresión y de otras observaciones acerca de su perfección y gusto.

Después de haber explicado algunos de los preceptos generales del buen gusto, falta que pasemos a hablar del modo de comunicar a otros nuestras producciones. La primera prerrogativa que en esto se ha de procurar es la del estilo. Los preceptos del estilo nos los enseña la retórica, no aquella retórica pueril y afeminada, que solamente se ejercita en amplificar con una infinitud de palabras, de tropos y de figuras una misma sentencia, y en llenar de conceptos y de agudezas las materias más graves y doctrinales, sino la retórica filosófica, por cuyo medio conocemos y discernimos cuál sea el estilo más puro y conveniente a los varios asuntos que pueden ocurrirnos. El estilo natural, que explica las cosas con claridad y con palabras propias, sin que en él se eche de ver el arte ni el estudio, es el que debiera tener preferencia sobre todos los demás. El florido e ingenioso muestra más caudal, pero está más expuesto a no agradar a los que piensan seriamente. De los dos, unidos con gusto y con delicadeza, podrá acaso resultar la elocuencia más perfecta.
[…]


Es de mucha recomendación para los libros y sirve de gran ayuda para los lectores el saber dividir las cosas y poner a cada una en su lugar, el partirlas en capítulos, números y otras secciones, el poner a la frente en cada capítulo el análisis o extracto de lo que contiene, y otras menudencias semejantes. También es conveniente, y pide no poca habilidad, el hacer al principio o fin de los libros unas buenas tablas de todo lo que se trata, de las cuales suele sacar mucha utilidad los mayores literatos, porque les sirven para renovar la memoria de lo que ya habían leído y les excusan mucha fatiga en buscar algunas especies de que acaso necesitan. Pero saben muy bien que con solo el estudio de los índices nadie puede llegar a ser verdaderamente docto. Ni pide tal vez menos atención el saber dar a los libros un título que abrace y explique claramente lo que en ellos se contiene, y que no prometa mares y montes como los santimbancos, no sea metafórico, afectado, ridículo, como acostumbraron a hacerlos muchísimos en el siglo pasado, y lo acostumbran todavía algunos que parece que renunciando el mundo quisieron también renunciar al mismo tiempo el estudio del buen gusto. En todas estas cosillas se debe tener mucho cuidado, porque a veces, por faltar en ellas, se suele perder todo el fruto del trabajo principal.

También es de mucha importancia el cuidado de la imprenta. No se puede bien ponderar el aliciente que tienen los libros bien impresos y encuadernados, cuando ellos por su contenido son ya recomendables. Antiguamente no se tenían a menos los hombres más doctos el ser impresores o correctores. Los dos Manucios, Adriano Turnebo, Federico y Claudio Morelli, Huberto Goltz, los famosos Estefanos, los Jasones, Juan Operino, Francisco Rafelengio y otros muchos fueron excelentes literatos y tuvieron a su cargo las imprentas más famosas. No se perdonaba entonces gasto alguno para que los caracteres estuvieran con la correspondiente simetría, para que el papel fuera de lo más fino y para que la corrección se hiciera por los sujetos más inteligentes. Ahora ha decaído mucho en Italia esta arte tan útil, y es de desear que se busquen todos los medios de volverla a su antiguo lustre, para lo cual debieran concurrir los príncipes con sus liberalidades.

Nos queda ahora otro campo muy vasto para hablar de otras muchas reglas que debe tener presente el que piense dar a la luz algún asunto literario. Pero me contentaré con poner aquí de paso algunas reflexiones que el sabio lector podrá extender por sí mismo con la juiciosa lectura de los buenos libros. El punto principal consiste en unir con gusto la erudición y la filosofía. Se ha de saber alegrar, por decirlo así, las materias melancólicas y amenizar los asuntos estériles y secos. Una de las cosas que más agradan son las digresiones oportunas, o para refutar las opiniones contrarias o para mezclar, como por episodios, algunos incidentes que al paso que disminuyen el fastidio que suele causar el estar siempre leyendo una misma cosa, ilustran al mismo tiempo lo que se trata. También cabe mucha gracia en el modo de poner las citas, en el cual suelen faltar muchos, o llenando sin necesidad las planas de idiomas y caracteres extraños, o trayendo para prueba de un hecho muy antiguo el testimonio de algún escritor moderno, o queriendo persuadir a fuerza de autoridades lo que solamente debiera probarse con la razón. Finalmente se ha de observar con cuidado el arte que guardaban en sus escritos los literatos más acreditados para imitarlos en cuanto sea posible, teniendo por delante que el arte literaria o ciencia de comunicar al público sus producciones, es muy distinta de las demás que se cursan en las escuelas, y que sin ella nunca lograrán aplauso aun de los hombres más sabios.


 

CAPÍTULO XV

De la filosofía universal necesaria a todas las ciencias y artes. De la necesidad de las Matemáticas, de la Crítica y de la Moral

Pero sin una cierta ciencia, así la gramática y las lenguas como todas las demás ciencias y artes vendrán a ser unos meros conocimientos que servirán más para la vana ostentación de ingenio que para el beneficio del público, y para constituir un literato cual le deseamos. Hablo de aquella ciencia que podemos llamar filosofía universal, que consiste en saber investigar y conocer en cuanto se pueda y, si no, en convencerse que son impenetrables y que no se pueden aclarar los primeros principios, las causas finales o eficientes, los efectos, las relaciones y mutuas dependencias de todas las cosas, o intelectuales o materiales. Al estudio de esta es al que más se han de dedicar todos los literatos, porque siendo el fundamento de todas, sin ella ninguna podrá tratarse con perfección y magisterio. La gramática, las lenguas, la poesía, la retórica, la historia y todas las demás ciencias solo debían enseñarse y tratarse por quien sabe filosofar. No es la materia la que hace que los libros sean buenos: a quien se le debe esto es al buen gusto. Y así se ve que hay libros sobre asuntos ligeros que merecen leerse y celebrarse y, por el contrario, otros que tratan de las materias más graves los está consumiendo el polvo y la polilla, no por otra cosa, sino por la falta de filosofía universal.

No por eso se ha de creer que el filósofo de gusto acierta en todo y no está expuesto a errar y equivocarse. Aristóteles era sin duda alguna un filósofo cual se puede desear. En todos los asuntos que trata, en la dialéctica, en la Física, Metafísica, Poética, Retórica y en la moral, se ve que siempre va al fondo de las cosas. Entre los latinos estuvo Cicerón, así en sus oraciones y epístolas como en las obras de retórica y filosofía. Con todo, ni al uno ni al otro les faltan defectos que notarles, ni yerros que corregirles.

El motivo porque suelen errar muchos, aun de aquellos que tienen el gusto muy delicado, es porque están destituidos de los medios necesarios para averiguar la verdad, porque carecen de la erudición precisa para desempeñar su asunto, o porque no ponen la atención correspondiente. Finalmente, los hombres, por mucho talento que tengan, son siempre hombres, y por lo mismo están sujetos a errar, y siempre después de ellos pueden venir otros que traten con mayor perfección cualquier asunto. Por lo cual Quintiliano en su libro 3, cap. 6 exhortaba sabiamente al estudio diciendo que no se dejaran aterrar los hombres de la autoridad de sus mayores: supervanuus foret in studiis longior labor, si nihil liceret melius invenire praeteritis. Y en el libro 8, cap. 7 Tamquam consummata sint omnia, nihil generare audemus ipsi. La filosofía universal hace que se yerre lo menos que sea posible, y no es esta poca perfección, como decía Horacio:

Nam vitiis nemo sine nascitur: optimus ille est,
Qui minimis urgetur.

Aunque el buen gusto y la filosofía universal piden como condición indispensable que la amable naturaleza haya provisto de ingenio profundo y de feliz memoria a los que se hayan de dedicar al cultivo de las ciencias y las artes, con todo, el estudio continuo y el trabajo pueden producir a veces mucho fruto; porque aquella sentencia de Hesiodo:

Nam si vel parvum porgas  superadere parve,
Idque frequenter agas, magnum cito haberis acervum,

No se ha de entender solamente del dinero. Estudiando mucho, con método y con reflexión, nadie tendrá que arrepentirse de su trabajo.

[…]


Aquella erudición, que con el nombre de Pedia recomienda Platón en el lugar citado, comprende tanto los conocimientos filosóficos que se adquieren por medio del raciocinio, como los que dependen de la historia. Para la mayor seguridad de estos conviene mucho el arte crítica tomada en su más amplia significación, pues ella es la que examina todos los principios en que estriba la fe humana.

Mas para el ejercicio de esta arte se requiere un gran fondo de probidad y de conocimiento de sí mismo. Regularmente la crítica inspira la ambición y aviva el orgullo, mucho más que todas las otras ciencias. Sus profesores suelen mirar a todos los demás con cierta superioridad y desprecio. Y si están instruidos en las lenguas orientales se tienen por los emperadores de las letras y se hacen los maestros de todos, de suerte que no hay autor tan respetable que traído a su serio tribunal no sea juzgado y sentenciado severamente. No tiene duda que estos hombres han descubierto muchas verdades y desacreditado muchas fábulas y supersticiones, pero también es cierto que han dado ejemplo fatal y pernicioso a otros para salir fuera de los límites que prescribe la moderación, y poner temerariamente sus manos en lo más sagrado. El poner reparos en cualquier materia no es cosa muy difícil. Plutarco decía: «el hablar contra los discursos de otros es cosa muy fácil; pero el hacerlos mejores, es muy difícil». Y a este propósito refiere la agudeza de aquel espartano, el cual oyendo contar que el rey Filipo había destruido la ciudad de Olinto, replicó prontamente: «pero este rey tan bravo no podrá edificar otra semejante». Mucho más fácil es hacer el crítico, amontonando injurias y diciendo absolutamente sin respeto alguno a los principios más constantes y sagrados de nuestra creencia y de nuestra veneración.

Por tanto, cuando se haya de tratar con semejante casta de críticos, es menester estar sobre las armas y con mucha prevención, para que la gran confianza y frecuencia con que exponen como infalibles sus decisiones no nos sobrecoja y trastorne. Y esto mucho más cuando se trata, o directa o indirectamente, de cosas pertenecientes a la religión, porque el errar en esta tiene muy fatales consecuencias para los intereses eternos del alma. Son muchas las pasiones y las causas que pueden hacer titubear en la fe al cristiano, y aunque muchas veces esto es efecto de la ignorancia, pero las más proviene de la soberbia. Nos oponemos tal vez a las opiniones comunes solo por singularizarnos. Y esto es lo que suele suceder a los grandes críticos, los cuales tienen por obligación propia el saber de todo y ver más que los demás. De donde proviene que este deseo de singularizarse les hace incurrir muchas veces en las más torpes equivocaciones.

Estas prevenciones no se dirigen a rebajar el mérito de la crítica, que como hemos dicho, es muy necesaria: sí solo a precaver sus excesos. El mejor medio de aprender esta arte sería ir ejercitándose poco a poco, bajo la dirección de algún sabio maestro, en censurar y hacer notas a algún libro, estudiando al mismo tiempo las obras y observando el modo de proceder de los mejores críticos. Bien conozco que este ejercicio pudiera ser muy peligroso si no tuviera la condición que le he puesto. Aquel sabio director (cuando el joven aplicado no se haya adquirido ya a fuerza de mucho leer y de mucho discurrir una madurez de juicio que pueda servirle de maestro) deberá advertir a los principiantes los errores y equivocaciones que es regular tengan en sus primeras críticas y apologías; debe mostrarles el modo como se les podía haber dado mayor perfección, y el aparato de noticias que se requiere para un ejercicio tan delicado. Debe sobre todo moderar y disciplinar el amor propio y la nimia suposición de sus fuerzas y habilidad en que tan fácilmente incurren en sus primeras composiciones. Y porque la bella tentación de ver por medio de la imprenta su nombre en la fachada de algún libro es causa de que se vean salir al público tantos abortos, de los cuales tienen después que arrepentirse sus autores, se les debe aconsejar que difieran su publicación hasta que el tiempo y el mayor estudio y reflexión los haya sazonado.


Cuando yo persuado y alabo la crítica de los hombres grandes, no intento exhortar a que se publiquen por medio de la imprenta. A este extremo nunca se ha de llegar sin mucha razón y sin aconsejarse antes con hombres sabios y desinteresados. Porque, aunque es una superstición el no sufrir jamás que se censuren los sabios más aplaudidos, como si ellos hubieran tenido el privilegio de ser infalibles y como si los talentos menores no pudieran descubrir algunas manchas y defectos en los mayores, con todo, es una cosa muy arriesgada. Por lo cual se necesita para ello mucha circunspección y modestia en censurar a los hombres a quienes la fama respeta, así por la veneración debida a su mérito, como por no irritar a sus partidarios. La crítica de un hombre célebre es una impugnación, no solo de aquel autor, sino de todos los demás entre los cuales está bien recibido y acreditado, y tira igualmente a desaprobar al uno y a los otros. Y de esta suerte la ofensa de uno solo se suele tomar por desaire de todo el público. Bien que todos estos respetos no deben embarazar que se publique la verdad cuando esto se haga sin ofender a nadie, sin odio y sin dar motivo a justas quejas.

Y si es lícito defender la verdad en cualquier lugar donde se vea combatida, mucho más lo será cuando se impugnan las que se encuentran en nuestras obras. En este caso se trata de la defensa propia, la cual nos obliga por derecho natural. Pero es preciso tener presente que aquí, más que en otra parte, puede arrastrarnos el amor propio y persuadirnos que peleamos por la razón y por la verdad, cuando solo lo hacemos por nuestra reputación y por nuestro crédito. El apetito de la gloria es el más difícil de vencer en el hombre, y por eso un sabio lo comparó a la camisa, que entre los vestidos es el último que se quita. En los escritores se puede decir que es mucho más fuerte y por lo mismo se han buscado los medios más raros para conseguirla. Un autor francés ha observado que, además del deseo que tienen los escritores de que los aplaudan, hay muchos que hacen vanidad de que los critiquen; y que ha habido quien pagara porque lo criticasen, y aun también quien escribiera contra sí mismo fingiendo que era crítico de otro, para volver a tener ocasión de volver a salir al campo. ¡Raros modos tiene el amor propio de disfrazarse y aparentar el mérito que no hay! El hombre sabio ha de procurar desnudarse lo más que pueda de esta ridícula vanidad.
[…]

No por eso se han de dejar correr impunemente los libros insípidos y de poco mérito, mucho menos cuando hay peligro que por ellos o se perviertan las costumbres o se rompa el gusto. Y así como es bajeza detestable el ponerse a censurar los libros buenos por envidia, venganza, ambición y otros afectos semejantes; y es muy de alabar, por el contrario, la crítica que se hace por el amor desinteresado a la verdad y sin odio a los autores para beneficio del público. Porque como los vicios de los hombres grandes están ocultos entre otras muchísimas virtudes, pueden, sin advertirlo, inficionar a los lectores incautos: en el cual caso pide la caridad que se pongan de manifiesto para que todos puedan precaverse de ellos. El mal está en que aun a los censores inicuos les parece que tienen la razón de su lado, y que sirven a la república y no ven la malicia que albergan en su pecho. La primera diligencia, pues, que hemos de hacer es criticar nuestra intención, nuestras fuerzas y nuestras razones, antes que nos pongamos a examinar las de los otros. Sobre esto puede verse el tratado De moralibus criticae regulis, que publicó un autor italiano en Colonia en 1706.


 

CAPÍTULO ÚLTIMO

Que la mucha lectura y meditación son necesarias para formar el buen gusto y para llegar a ser filósofo universal. De la utilidad de la Enciclopedia y de sus abusos. Que el estudio de la virtud y el adelantamiento en ella son la última y principal perfección del hombre de letras

Visto ya que el hombre de buen gusto en la literatura es aquel que sabe convencer y persuadir con la verdad, aprovechar con lo bueno y agradar con lo bello, falta que añadamos algunas otras observaciones acerca de la manera de llegar a formar este gusto. Conviene primeramente estudiar mucho, leer, meditar y formarse un buen capital de primeros principios, de reflexiones y de erudición en la memoria. Gran golpe es este para los desaplicados y enemigos de la fatiga y del trabajo, los cuales acaso esperarían que yo les enseñara un camino nuevo y más fácil para llegar en cuatro pasos a la gloria. Mas yo confieso ingenuamente que no sé que haya otro que este, ni que se pueda encontrar como el cielo no quiera hacer algún milagro. Aunque también sé que los verdaderos amantes de las letras no se entristecerán por eso, ni se intimidarán de mi proposición, porque como decía el Petrarca, y lo contestan todos los días sus iguales, no puede haber delicia mayor ni más honesto placer que el de estar aprendiendo continuamente. Es célebre el dicho de Juliano Jurisconsulto: Si alterum pedem in sepulchro haberem, adhuc discere vellem.

Del mucho leer y estudiar se sacan los siguientes beneficios: Ordinariamente vemos que los jóvenes vivos y de buenas luces, que han seguido los cursos de las escuelas, apenas han acabado su carrera cuando ya se juzgan aptos para sentenciar sobre cualquier asunto, tomando cierto aire de maestros con no menos ambición que temeridad. Se parecen a la mosca de Esopo, la cual puesta en el rayo de la rueda de un carro andaba diciendo entre sí: Quantam pulverem moveo! El primer fruto, pues, que estos sacan, o pueden sacar del conocimiento y de la lectura de muchos autores, es el mortificar su temeridad, alucinamiento y presunción juvenil. A quien no está muy enamorado de sí mismo le sirve de mucho desengaño la continua lectura. Cuanto más leemos, tanto más aprendemos que somos ignorantes, y lo poco que sabemos. Y quien no conoce esto, mal pronóstico se debe hacer de su ingenio y de su naturaleza. Se aprende también a juzgar con más respeto de los hombres grandes, y con más fundamentos de las virtudes y vicios ajenos, en lo cual suele tropezar la edad de los jóvenes.
[…]

El segundo, y mucho más apreciable beneficio que de la lectura de muchos y buenos libros suele sacarse, es que en las materias pertenecientes propiamente al discurso, a la razón y a la filosofía, nos vamos fecundando imperceptiblemente de aquellos primeros principios, axiomas y máximas generales, por medio de las cuales el entendimiento conoce la verdad y la bondad de las cosas, de los libros y de las opiniones particulares, su belleza y orden y sus perfecciones o imperfecciones. Convendría mucho que el hombre supiera todas las artes y ciencias, a lo menos medianamente bien, porque así estaría más proporcionado para tratar cualquiera de ellas con perfección. Aristóteles decía que el libro I. Analit. Post. que todas las ciencias tienen entre sí mutua comunicación. Y esta misma verdad la insinuó Cicerón en la oración por Archia, diciendo: Omnes artes, quae ad humanitatem pertinent, habent quoddam commune vinculum, quasi cognatione quadam inter se continentur. Por eso algunos alaban tanto la Enciclopedia o el estudio universal de todas las ciencias. Y a la verdad son muy grandes las utilidades y ventajas que puede sacar el ingenio de ella, porque las razones, los fundamentos, las divisiones y luces de la una pueden servir de base, prueba y ejemplo para las otras. Y aun muchas no se pueden aprender con facilidad sin haber precedido el conocimiento de otras subalternas.

No digo yo esto por aconsejar indiferentemente a los estudiantes el curso de todas las facultades, pues sé muy bien que no todos pueden ni deben entrar en un piélago tan inmenso, siendo la vida tan corta y tanto lo que hay que saber en cualquier ciencia determinada. Y conozco alguno que con la enciclopedia no ha podido adelantar cosa de provecho, porque le faltaba el ingenio y el juicio necesario, y a otros que por ese camino, en vez de llegar a ser eruditos, han salido eternos y fastidiosísimos charlatanes. Fuera de que son muy célebres los consejos de Séneca en algunas de sus epístolas y en el libro de La brevedad de la vida, propuestos y repetidos por Francisco Bacon y por otros, acerca de la lectura de los libros y sus invectivas contra la varia erudición, por no hablar de otros autores que concuerdan con Heráclito, el cual decía, que la erudición no enseña. A mí me basta el decir que la varia erudición acompañada de ingenio y de un juicio sólido, puede producir efectos admirables y ayudar muchísimo para tratar perfectamente cualquier ciencia particular. Plutarco es del mismo parecer en el libro que escribió De la educación de los hijos.


El otro fruto, que el juicioso lector puede sacar del manejo de muchos autores es el conocer lo que está ya bien tratado por otros, y lo que puede perfeccionarse todavía, lo cual puede servirle de incentivo para volver a tratar con más delicadeza las materias en que otros no hayan parado mucho la consideración. Por este medio muchos han llegado a limar, pulir y aumentar las obras de otros, de suerte que llega a desaparecer su primer autor, y esto sucede especialmente en los libros de historia y de erudición y, sobre todo, en los diccionarios. Y si las adiciones son notables, las mutaciones útiles y las correcciones juiciosas, no será tal vez injusto el atribuirnos a nosotros las obras en que hemos puesto tanto trabajo, porque, en fin, son muy raros entre los literatos, los que han levantado enteramente un edificio desde los cimientos y todos se valen, no solo de los modelos, sino también de los materiales ajenos, sin que nadie les note de ladrones ni plagiarios.

Será el tercer fruto el de cotejar entre sí los autores que se leen y examinar quién es el que ha desempeñado mejor la materia que se propuso tratar. De aquí resultará una gran copia de luces para probar después las propias fuerzas en otras obras semejantes. Supongamos que se lee algún historiador moderno que trate de hechos concernientes a la historia eclesiástica o profana. La perfección y la belleza que en este se habrá de notar para imitarla, será lo fino de su crítica en no afirmar cosa alguna que no esté apoyada sobre sólidos fundamentos. Otro habrá en quien se deberá advertir el cuidado de descubrir cosas nuevas y de aclarar otras que estaban oscuras, y de decidir las que eran antes dudosas. En otro se podrá fijar la atención en el orden y arreglo de las materias, como se detiene en unas y toca otras muy de paso, en el estilo grave o modestamente ameno, y en otras semejantes cualidades y perfecciones. Por el contrario, en estos mismos autores, o en otros, podrá descubrir el uso de noticias triviales, las citas de innumerables autores, sin elección ni discernimiento, la afectación del estilo, la pasión declarada por un partido contra otro, la poca precaución en valerse de autores apócrifos, y otras cosas como estas. Hecho este cotejo y observado lo que es o no bello, entonces, quien tiene juicio se forma en su entendimiento el modelo más perfecto que puede, y según él va adelante tirando sus líneas y medidas, y con ellas formando su obra, acomodándose en la práctica a la idea que tiene concebida, en cuanto le sea posible, porque también sucede muchas veces que por desgracia no corresponde la ejecución al concepto que se tiene formado.
[…]

Y lo mismo que decimos de los libros de Historia se debe entender de todos los demás. Los modernos, de dos siglos a esta parte, han superado en algunas cosas a los antiguos, y en estas deberán ser preferidos; como al contrario, en otras se deberá hacer más aprecio a estos últimos. Pero si no se lee mucho no se podrá conocer el mérito y los defectos de los unos y los otros, ni saber a quién se ha de seguir e imitar.

Ni basta solo conocer lo que constituye la idea de belleza. Es menester estudiar también los medios de conseguirla y de evitar todos los defectos que se puedan oponer. Acerca de esto hemos dicho ya bastante, y vuelvo a repetir que la frecuente lectura de los mejores maestros es el medio más seguro de llegar a la verdadera y sólida instrucción.


También aprovechará mucho el leer atentamente las censuras, críticas, apologías y las defensas e impugnaciones de los libros que salen al público. Esta lectura suele ser gustosísima por sí misma, no tanto por el natural placer que tiene o nuestra ambición o nuestra perversa índole de mirar al prójimo abatido, cuanto por la pasión que regularmente tenemos todos de ver victoriosa aquella parte a que nos hemos inclinado, como también por la sal con que están sazonados los mejores libros, y por aquel aparato de batalla que suele casi siempre llamar la atención y avivar el gusto. Bien que este gusto será culpable y digno de reprensión si tiene por objeto a la sátira viciosa, a las declamaciones vanas y a la calumnia. Careciendo de estos defectos, no puede explicarse bastante cuán útiles son estas críticas para formar el juicio de los lectores. Cuantos errores y faltas descubre el uno de los litigantes en el otro, tantos recuerdos se presentan a la memoria de los que se debe evitar en semejante caso. Y así se aprende a costa de otro a tener juicio y buen gusto. Por este mismo motivo pueden ser muy útiles a los literarios los diarios que con diferentes títulos salen a la luz en Francia y en otras partes. La noticia que en ellos se da de los mejores autores y la sabia crítica con que se ponen de manifiesto o sus errores o sus perfecciones, no puede menos de hacer una fuerte impresión en el entendimiento, y formar ideas correspondientes al gusto de los autores que se extractan en semejantes diarios, y al juicio de que ellos forman los que los publican.

Pero el efecto más recomendable de la mucha lectura es la perfección de las costumbres: porque de bárbaro, grosero, ridículo y afectado, vuelve el hombre humano, tratable, racional y buen ciudadano.
[…]

Suele también, no obstante la gran eficacia de la buena lectura para civilizar los ánimos, advertirse otro efecto que puede ser muy pernicioso en los ánimos tímidos y apocados. Porque suele nacerles en el corazón un frío, una desazón y cierta manía de que nunca podrán llegar a tanta perfección, y esto los entibia y desalienta para que no procuren adquirirla. Y a la verdad, hay ingenios y talentos en algunos autores que ponen justamente miedo a cualquiera, o por agudeza y claridad en la expresión o por lo vasto de su erudición y por la felicidad en saberla manejar y repartir oportunamente. Pero por esto no se ha de desesperar, y mucho menos ha de servir esta dificultad de excusa a la pereza y a la desaplicación. Según el proverbio de los griegos, «son difíciles todas las cosas bellas», más la belleza tiene muchísimos grados, y quien no pueda llegar al supremo de todos, puede por lo menos conseguir mucha gloria de los inferiores.

Ya es tiempo de que concluyamos estas reflexiones con una que debiera hacer frecuentemente todo literato. Un sabio y agudo caballero español estaba mirando un día los retratos de varios cardenales milaneses a quienes había él mismo conocido cuando vivían, y al paso que los iba registrando, decía: «este fue verdaderamente santo», señalando a San Carlos. «Este procuró serlo, mirando a San Federico Borromeo. Este se esmeró en parecerlo, el cardenal N.N. y este se esmeró en no serlo y en no parecerlo», mostrando al cardenal N.N. Ahora digo yo a los literatos que es preciso tomar partido ¿A cuál de estos retratos quieres semejarte? Clama luego el buen gusto, que no a la depravada conducta de los dos últimos, sino a la gloria verdadera de los primeros. Esta es la perfección y el verdadero fin de todos los estudios humanos. De nada sirven tantas ciencias, tantas fatigas, ni el buen gusto en las buenas y bellas letras, si por este medio no llegamos a ser mejores. Si no procuramos con todo nuestro estudio el adquirir aquella sublime y bienaventurada sabiduría tan recomendada por Salomón. Podrá dudarse con bastante probabilidad si es más locura que prudencia el aprender tantas cosas, acaso superfluas, y descuidar aquella que importa más que todas y que nadie está más obligado a ella que los literatos, esto es, la purgación de nuestros afectos, la fuga de los vicios y el amor de la virtud. Deben causarnos mucha vergüenza a los cristianos tantos filósofos gentiles que en medio de su ceguera, en materia de religión, constituían a lo menos por último fin de sus estudios la ciencia y la satisfacción de vivir virtuosamente. Pueden leerse Platón, Plotino, Plutarco, Séneca y otros, pero mucho más se deben leer e imitar los Padres y escritores cristianos, que a una gran doctrina juntaron una gran piedad, humildad y práctica de virtudes. La vista del verdadero sabio no consiste en aventajarse a otros en la literatura, sino en superarlos en la bondad de las costumbres y en el cumplimiento de la santísima ley de Cristo. Y este es el buen gusto más perfecto. Y así, después de haber buscado lo verdadero, lo bueno y lo bello, acostumbrémonos a juzgar rectamente de nosotros mismos, de los amigos y de los enemigos, de los pasados y de los presentes, de los grandes y de los pequeños; a no dejarnos arrastrar de la opinión, la gran reina del mundo; a portarnos con moderación y a dar a conocer nuestro aprovechamiento en nuestra conversación, y mucho más en el arreglo de nuestra conducta. San Francisco de Asís nunca se tuvo por grande literato. Con todo, me parece que supo muchísimo más que infinitos sabios cuando dijo y comprobó con su ejemplo aquella sentencia que quisiera yo estuviera impresa en el corazón de todos nosotros: Tantum scit homo, quantum operatur.


 

DISCURSO SOBRE EL GUSTO ACTUAL DE LOS ESPAÑOLES EN LA LITERATURA

[…]

Cuando en una nación está el gusto corrompido, el mal mayor consiste en que se desprecia y aborrece toda reforma, o porque no se conoce su necesidad, o porque se hace a veces razón de estado la ignorancia misma, pensando que las letras dan sobrada libertad, que afeminan los ánimos, debilitan el valor, fomentan el engaño y la malicia. Por otra parte, una nación que ha sido poderosa y sabía, aunque llegue después a mudar de fortuna, con dificultad puede reducirse a conocer y confesar su desgracia, mucho más si se pone en cotejo con otra rival suya, y a la que en alguna manera ha sido superior.

En una situación muy semejante estaba España en este tiempo. Había dado la ley a toda Europa en los gloriosos reinados de Carlos V y de Felipe II. La fortuna inclinó después la balanza del poder hacia Francia y a Inglaterra. Allí florecían las ciencias y las artes, y en nuestra península ya no se cuidaba de ellas ¿Dejaría de serle sensible y vergonzoso el mirar los aumentos y la gloria de aquellas que en muchas ocasiones habían pedido su auxilio y solicitado su alianza con condiciones tan duras para ellas como ventajosas para nosotros?

En estas circunstancias el medio más proporcionado para introducir el buen gusto era proponer a los ojos de la nación las muchas obras célebres con que los españoles acreditaron en algún tiempo su talento lo mismo que su valor. De esta suerte se hacía menos sospechoso el desengaño y el celo de los literatos que trabajaban por enseñar a sus paisanos el verdadero camino para llegar a la sabiduría. Y esto es lo que en gran parte se le debe a la Biblioteca Real. Porque además que en ella abundan de los mejores libros españoles, cuya lectura se le permite a cualquiera, los oficiales a cuya dirección está confiada han tomado por su cuenta un gran número de impresiones de obras, o inéditas o muy raras y preciosas, parte de las cuales han visto ya la luz pública, y seguirán otras sucesivamente. Uno de sus bibliotecarios ha sido de opinión que era este el medio más seguro de restablecer el gusto en España, y a la verdad no es de los menos eficaces.

El hablar bien una lengua, y especialmente la nativa, no es, como muchos piensan, asunto de mera curiosidad. Las costumbres de los pueblos dependen en gran parte del estilo bueno o malo con que explican sus pensamientos, como observó juiciosamente Arias Montano.

También es el estilo el que prepara a una nación la época de los grandes hombres que la ilustran y la inmortalizan. Con una poca reflexión que se haga se notará que todos los escritores que más han sobresalido en cualquier género han tenido un estilo puro, agradable y proporcionado a las materias que trataron.

Nuestra lengua, cuyo carácter había sido en otro tiempo la gravedad, la vehemencia, la majestad y el nervio, había degenerado en la pompa e hinchazón de palabras impropias y de expresiones metafóricas que la hacían sumamente fastidiosa. Ciertos hombres, de más imaginación que gusto, introdujeron en España la secta ridícula de los cultos, que venían a ser una casta de gente que hacía vanidad del hablar, de suerte que nadie los entendiera. Con el pretexto de enriquecer la lengua, se tomaron la licencia de mezclar en ella cuantas voces le dictaba su capricho, que podían chocar por su novedad o por el retintín de su cadencia, de suerte, decía discretamente Lope de Vega, que aunque viniera huyendo una oración bárbara, de la griega, latina, francesa o garamante, se podía acoger a nuestro idioma, que se había hecho casa de embajador valiéndose de que no se ha de hablar común porque es vulgar bajeza.


El primer cuidado, pues, de los académicos fue la formación de un diccionario. Como el abuso principal consistía en la introducción de voces nuevas, y en la libertad de fingirlas sin respeto alguno al uso ni a la analogía, la primera obra debía ser el determinar con la autoridad de los mejores autores castellanos las voces propias de nuestro idioma. Este fue por entonces el principal asunto de la Academia, y se deja conocer con cuanto esmero se tomó su composición, pues en poco más de trece años se vio ya en estado de darse al público, cuando la Academia Francesa empleó en semejante trabajo cuarenta.

Como Felipe V mostró disposición de proteger las letras, en poco tiempo se vieron fundadas muchas academias y estudios para todos los ramos de la literatura. La Universidad de Cervera, el Seminario de Nobles, la Compañía de Guardias Marinas de Cádiz, la Escuela de Matemáticas de Barcelona, la Sociedad de Sevilla y las Academias Médica-Matritense y de la Historia, además de la Española, fueron establecimientos de su reinado. Todas estas fundaciones fueron muy útiles y han contribuido, cada una por su parte, a propagar el mejor gusto en las varias clases que han sido el objeto de su institución.

Pero este medio de las academias era muy lento para que la literatura hiciera muchos progresos. Tales escuelas eran para ciertos hombres ya formados. Y aún en esto no se podía lograr enteramente su fruto, por no haber estado bien dirigidos sus primeros estudios.

El mal método introducido en las universidades, la preocupación por los sistemas más antiguos, el espíritu de partido, la falta de los conocimientos preliminares que deben preceder a las facultades mayores, el ningún uso de los buenos autores y, sobre todo, la demasiada presunción de sabios que producía el desembarazado uso del ergo y las sutilezas, eran una barrera impenetrable al buen gusto y a la libertad e indiferencia de que debe estar dotado todo literato.

Cuanto más arraigados estaban estos vicios en los hombres de la mayor graduación y de cuya mano, por así decirlo, dependía enteramente la fortuna, tanto era más arriesgado a cualquier particular el oponerse a la corriente y abrir un nuevo camino a las ciencias y a las artes. El ejemplo fatal de muchos que se habían perdido en una empresa semejante era capaz de desanimar al más alentado.

No obstante, el padre D. Benito Jerónimo Feijóo concibió este glorioso designio. Su gran talento, su facilidad en explicarse y en persuadir lo que quería, su estilo, su erudición, su crianza y buen modo, a la que contribuyó mucho la nobleza de su nacimiento, sus méritos adquiridos en la esclarecida orden de San Benito, y su celo por la gloria de la religión y de la patria, le facilitaron en algún modo la empresa de romper por todos los reparos que podían proponérsele, y darles algunas esperanzas de que no se malograrían sus deseos y sus tareas.

En 1726 apareció el primer tomo del Teatro Crítico. La variedad de sus asuntos, todos exquisitos, y la novedad y el gusto con que se proponían, atrajo luego la curiosidad de los sabios y de los ignorantes: de unos para celebrar su mérito y ponerse de parte del autor; de otros para impugnarlo y desacreditarlo por todos los medios que suele dictar la negra envidia, el falso celo y la preocupación. El padre Feijóo tuvo mucho que sufrir y no poco que trabajar para responder a sus contrarios: no porque los argumentos de estos tuvieran mucha fuerza por lo general, sino porque siendo su principal fin el desengañar al vulgo, era de temer que este atribuyese la victoria, como suele, al último que habla, sin tener presentes los fundamentos de una y otra parte.


Esta guerra literaria fue muy útil porque como para proseguirla se debían manejar tantos buenos libros, por unos, para comprobar de falsas las citas de nuestro sabio y para otros siniestros fines; por otros, para apoyar con más fundamentos sus doctrinas. Esta varia lectura debía producir nuevas ideas, y con ellas nuevo modo de pensar y de explicarse. Así se vio que no habiendo antes apenas quien supiera los sistemas de Descartes y de los Gasendistas, se encontraron luego muchos que los defendieron, y otros que, conociendo los inconvenientes a que está expuesto todo sistema, se tomaron la libertad de no seguir ninguno.

Esto mismo dio motivo para que se fuera extendiendo el estudio de la lengua francesa, y con ella el conocimiento de los buenos libros con que aquella sabia nación ha adelantado la literatura. Aunque al principio muchos la despreciaban, o por el desafecto a los franceses, o por la falsa persuasión en que estaban nuestros nacionales de que no había más que descubrir en las ciencias que lo que se sabía en nuestro país, ella fue gustando poco a poco hasta que llegó a hacerse moda y a componer una parte de la educación de la nobleza. El padre Feijoo tenía formado un concepto tan elevado de su utilidad, que no dudo anteponer su estudio al de la griega y demás orientales. Este honor han merecido siempre las lenguas sabias y en las que se publican obras dignas de la inmortalidad. Todos las estudian, se hace moda de saberlas y llega a veces a tenerse por grosería el ignorarlas. En tiempos de Carlos V en Italia, así entre damas como entre caballeros, se tenía por gentileza y galantería saber hablar castellano. En Roma había antes estudios de lengua española como de latina, griega y hebrea, y los nobles procuraban dar a sus hijos ayos españoles a fin de que les enseñaran la lengua. En Francia se estudiaba por arte en estudios públicos por los años de 1555. La superioridad de los españoles por aquel tiempo en el poder, en la política y en la literatura hizo tan apreciable su lengua como temible su grandeza. Estos mismos motivos han dado en este siglo a la francesa iguales ventajas sin que haya sido bastante la antigua antipatía entre las dos naciones para que hayamos dejado de adoptar muchas de sus máximas, ni de hacernos familiares gran parte de sus estilos y costumbres.

En 1723 se entregó al rey un papel en que se le representaba como muy conveniente que los oficiales de la Biblioteca Real trabajaran dos resúmenes de los libros que salían a la luz para remitirlos a los diaristas de París y de Trevoux, con el fin de que por aquel medio se tuviera en Europa alguna noticia de los progresos de la literatura de España. Pero remitido este papel a don Juan Ferreras, bibliotecario mayor, para que dijera su parecer, respondió que era inútil esta diligencia porque en nuestros libros españoles, lo que constataba haber salido en este siglo por el Índice de la Real Biblioteca, no se hallaba cosa singular, ni invención, ni descubrimiento nuevo que era lo que los padres de Trevoux habían ofrecido publicar. Con esto carecía España de la utilidad de los diarios, por medio de los cuales en otras provincias de Europa eran notorios al público los adelantamientos de las ciencias y las artes, se daba a conocer el mérito de las obras que se imprimían y se contenía en algún modo la demasiada libertad de imprimir libros inútiles y nada dignos de que se gaste en ellos la paciencia y el dinero.

Don Juan Martínez Salafranca, don Francisco Manuel de Huerta y don Leopoldo Jerónimo Puig, reuniendo sus estudios, dieron en 1737 el primer tomo de una obra que no podía dejar de tener muchos enemigos. Hasta entonces no se había visto en España emplearse la crítica tan abiertamente en poner a la vista los defectos de los libros que salían a la luz. Por el contrario, una larga lista de elogios y de aprobaciones sorprendía por lo regular la atención del lector que no estaba suficientemente instruido para distinguir por sí mismo el mérito de la obra. Y así causó mucha novedad este proyecto de diario y encontró desde sus principios una oposición tan obstinada que al fin acabó con él, no obstante que había ya llegado a merecer la protección de S.M., y a que se costeara la impresión a sus reales expensas. Con todo, no dejo de tener de su parte algunos sabios que lo celebraban y que alentaban a sus autores para continuar su trabajo. Pero los grandes proyectos y las reformas de los abusos, como su buen efecto no puede advertirse hasta después de pasado mucho tiempo, se desestiman en los principios, y sus autores pasan, o por fanáticos o por ridículos, con lo que se malogra regularmente todo el fruto que de ellos pudiera esperarse.


Estas fueron las principales empresas y establecimientos literarios del reinado de Felipe V. Por otra parte, algunos hombres particulares que, o guiados de su genio y su talento o movidos por alguna feliz casualidad llegaron a manejar otros autores distintos de los que se cursaban en nuestras escuelas, y que les pusieron a la vista con los colores más naturales el abuso que se hacia del entendimiento, empezaron a dirigir de otra suerte sus estudios, a hacer algún uso de la crítica y a declamar contra las preocupaciones que la ignorancia había autorizado. El marqués de Mondejar, el deán Martí, el padre Tosca, don Juan Ferreras, el doctor Martín Martínez, don Blas Nassarre, el padre Interián de Ayala, don Ignacio Luzán, don Agustín de Montiano, el padre Miñana, don Gregorio Mayans y otros sabios de aquel tiempo hicieron muchos esfuerzos para introducir un gusto mejor y más conforme a la razón en la literatura.

Yo no intento escribir la historia literaria de este siglo. Mi ánimo solo es insinuar las causas que me han contribuido a formar el gusto que reina ahora entre los españoles.
[…]

También se tentó este medio en el reinado de Fernando VI. En 1758 apareció el Gerundio, en cuya historia su ingenioso autor pintó con tanta sal los vicios de los malos predicadores, que contribuyó muchísimo para la importante reforma de este ramo de la literatura. Fue tanto el aplauso que tuvo luego entre los sabios de la nación y entre los extranjeros, que a muy pocos días después de su publicación ya se habían vendido todos los ejemplares. Pero ciertos graves motivos fueron causa de que se prohibiese poco después su lectura.

Por todos estos medios llegó a ver la España dentro de su seno un gran número de hombres grandes y de sabios que daban a su corte el esplendor de que había carecido por largo tiempo.

Pero el gusto de una nación no se debe medir por los sabios particulares que, o ayudados de su singular talento o excitados por alguna dichosa circunstancia, dirigen sus estudios con otro método que el que regularmente se acostumbra. Hasta que la educación disponga generalmente a los jóvenes a pensar bien y a formar exactas ideas de las cosas, no se debe esperar que el Buen Gusto se arraigue y sea común a ningún pueblo.

La delicadeza suma con la que los españoles han mirado siempre los establecimientos de sus mayores y la nimia escrupulosidad con que han seguido sus pisadas y los usos establecidos, era un obstáculo que les hacía mirar toda innovación como peligrosa a la religión y al Estado. Aunque algunos particulares, como hemos dicho, por la lectura de los buenos libros habían rectificado sus ideas, el común de la nación estaba todavía imbuido, con corta diferencia, del mismo gusto que al principio de este siglo. Como ni en las escuelas menores ni en las universidades se había variado el método antiguo, siendo la enseñanza la misma, debía serlo también la instrucción y el aprovechamiento.

La pintura que hace de los ejercicios de la Universidad de Salamanca el autor de Viaje de España, hecho en el año de 1755, pone muy a la vista los defectos de que aun entonces adolecía. Algunos la tendrán por una sátira hecha contra España, pero no piensa de esta suerte otro autor muy juicioso de nuestra nación, quien no obstante que le nota varias equivocaciones en materia de artes, confiesa la verdad con que habla en punto de estudios.

En el año de 1759 fue muy feliz para la literatura española por la exaltación gloriosa al trono de nuestro augusto monarca (que Dios guarde).
[…]


Mi discurso solo se limitará a los notorios adelantamientos que ha tenido en este reinado el buen gusto en la literatura. Aunque a fuerza de las declamaciones del padre Feijoo y de otros sabios de la nación, protegidos por los ministros que tuvieron a su lado Felipe V y Fernando VI, los españoles se habían desimpresionado algo de muchas preocupaciones; con todo, el método de estudios y los ejercicios literarios era casi el mismo en todas las universidades. El espíritu de partido que reinaba en las escuelas tenía adoptados desde la filosofía ciertos autores cuyo sistema era la base para en adelante y caracterizaba en los estudiantes la elección de sentencia que habían hecho. Esta elección se debía seguir con tanto empeño, que si alguno daba el menor indicio de querer dejar la escuela en que había profesado, quedaba expuesto infaliblemente a los fatales tiros que suele disparar la indignación de ciertos hombres, tanto más temibles cuanto más respetables y autorizados.

El gran golpe para perfeccionar los estudios debía ser, o quitar enteramente el espíritu de partido o debilitarlo por lo menos, porque sin esta diligencia eran infructuosos todos los demás medios que pudieran discurrirse, pues estudiando sin libertad y por solo el empeño contraído con alguna de aquellas escuelas, nunca tenía el entendimiento bastante libertad y desembarazo para pensar y para explicarse.

Otro obstáculo no menos fuerte tenía la letras en España, que era como consecuencia del primero. El premio es, y ha sido siempre, el estímulo que más ha avivado la aplicación, la industria y el trabajo. Ciertos cuerpos literarios lo tenían como tiranizado, y estaban los honores y dignidades vinculados a solo el acto de entrar en alguno de estos cuerpos, o declararse partidario suyo.

Carlos III, con una resolución heroica que será el asunto de mayores elogios que le formarán los que hablen de su reinado en adelante, libertó a la nación de este yugo, reformando algunos de aquellos cuerpos, restituyendo a los grandes talentos la justa y prudente libertad, y dando ejemplo él mismo en la discreta imparcialidad con que ha premiado el mérito, sin distinción de clases, de profesiones, de estados ni de nacimiento.

A esta gran obra han acompañado los nuevos planes de estudios que se han puesto ya en muchas escuelas del reino, y los que se están trabajando actualmente de orden del Consejo, los que se llevarán a efecto sin mucha dificultad por haberse quitado ya los mayores obstáculos que pudieran oponerse a su establecimiento.

El cielo ha prosperado las intenciones de tan benéfico monarca, concediéndole acierto en la elección de los ministros de que más necesitaba para la ejecución de sus sabias resoluciones.

En consecuencias de estas, todas las ciencias y las artes han tomado en España un nuevo semblante y cierto gusto que acaso no han tenido hasta ahora. Una ligera reflexión sobre todas ellas hará esta verdad patente.
[…]


POESÍA VULGAR

En todas las ciencias y artes se han visto hombres cuyo crédito ha sido, por decirlo así, consagrado por la estimación pública, y sus nombres puestos por el non plus ultra de su profesión. En la poesía, como su ejercicio está expuesto a la observación de un vulgo más numeroso, ha debido también ser mayor la fama de sus autores.

Entre nosotros habían florecido algunos poetas en el siglo pasado cuyo crédito, llevándose tras sí la admiración, introdujo un nuevo gusto en todos los ramos de la poesía, y especialmente en la dramática y la lírica, que fueron las que más cultivaron. La invención, el fuego, la viveza, la elevación y el entusiasmo eran las cualidades ordinarias de sus composiciones, y tan características de las piezas españolas, que un célebre filósofo francés, después de afirmar la preferencia en esta parte de nuestros ingenios sobre los de su nación, discurrió la causa de ella que no deja de ser muy probable y verosímil. Confesamos ingenuamente, dice Mr. De Saint Evremont, que los ingenios de Madrid son más fértiles en invenciones que los nuestros, y de aquí es que nosotros tomamos de ellos la mayor parte de nuestros asuntos, los que hemos llenado de ternezas y de discursos amorosos, añadiendo más regularidad y verosimilitud. Casi lo mismo dice el autor de la Biblioteca de un hombre de gusto.

Nuestros paisanos debieran corresponder a la sinceridad con que los sabios de aquella docta nación confiesan lo que deben a la nuestra en esta parte, reduciéndose de buena fe a reconocer lo que ella nos excede en cuanto al arte y el estilo. Mas el vulgo ignorante quiere siempre que los que celebra por maestros, lo sean en todo, y tiene por un agravio formal hecho a toda la nación cualquier defecto que se les quiera notar a estos. Lope de Vega, Calderón, Góngora y a algunos otros, no solo eran reputados entre los españoles por los príncipes de la poesía, sino que se creía ya que no podía nacer ingenio que les igualase.

El primero que se atrevió a oponerse a esta corriente fue don Ignacio Luzán. Su talento, su erudición y su residencia en París le hicieron notar los defectos de nuestra poesía y los medios de perfeccionarla. De uno y de otro dio excelentes lecciones en su Arte poética, publicada en 1737.

Don Blas Antonio Nassarre imprimió en 1749 seis comedias de Cervantes, acompañadas de un prólogo muy erudito en el que hizo una censura muy fina de nuestro teatro. Encontró algunos contradictores, especialmente uno que tomo a su cargo el vindicar el honor, a su parecer, vulnerado de los príncipes de la cómica española.

En 1750 don Agustín Montiano dio una gran luz a nuestro teatro, así con Discurso sobre las tragedias españolas, en donde da noticia de las mejores fuentes en que se debe tomar la idea de ellas, como con sus dos piezas, la Virginia y el Ataulfo, que han sido celebradas por muchos doctos extranjeros.

Con estas obras la opinión del vulgo empezó a decaer notablemente y se vio ir naciendo un gusto más puro y más arreglado.

Por entonces, la señora reina Doña Bárbara, por su natural afición a la música, protegió e hizo venir a España a los profesores más diestros de esta arte que se conocían. Se representaron en el Coliseo del Buen Retiro con grande aparato muchas óperas de Metastasio y de otros famosos autores. Lo delicado de la música, lo magnífico de las decoraciones y lo patético de la acción, así por el asunto, que regularmente era trágico, como por la representación sumamente expresiva de los italianos, no podían menos de hacer impresión en un pueblo que por su naturaleza es inclinado a lo grande y a lo sublime. Luego se vieron pasar del Retiro a los Coliseos de Madrid, y a los demás del reino La jura de Artajerjes, La Niteti, Adriano de Siria, Tigranes en el Ponto, La clemencia de Tito y otras que aunque no carecen de defectos, tienen más regularidad y más arte que la mayor parte de las nuestras antiguas.

Por este mismo tiempo El Pensador, valiéndose unas veces de la sátira y declamando otras seriamente, fue desengañando a muchos y haciéndoles ver los defectos que antes no conocían por falta de reflexión.


El excelentísimo señor Conde de Aranda dio muy buenas providencias acerca de la policía y mayor decencia en los teatros, cuales fueron la introducción de las decoraciones o mutaciones de teatro y el nuevo alumbrado, la modernización del patio y otras semejantes que conducen mucho, así para el mejor gusto en la representación como para el buen orden y quietud del pueblo.

Por todos estos medios ha llegado el teatro español a verse en un pie muy delicado. Ya no se aprecian generalmente por los hombres de buen gusto las comedias de vuelos, de encantos y de apariciones. Se ven representar con grande aclamación piezas de mucha moralidad y arte, así traducidas de los poetas extranjeros como compuestas por los naturales. La Pamela, La Escocesa, La Espigadera, el Alberto I, La buena casada, La bella pastora, han dado mucho dinero, lo mismo que la Raquel, La Numancia destruida, la Hormesinda, la Jahel, Ana Bolena, Sancho Gracía y otras de autores españoles.

Es verdad que todavía se ven representar piezas de muy poco mérito y muy desarregladas que, no obstante, tienen entradas muy buenas. Pero esto es defecto general del vulgo de todas las naciones, el cual casi siempre gusta de lo peor.
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Por lo que toca a los cómicos, cuya habilidad no es la que menos contribuye al buen éxito de las piezas de teatro, se ha mejorado también mucho su ejercicio. La escuela de los operistas italianos y franceses, y las lecciones de algunos de nuestros paisanos que han visto los mejores teatros de París y de otras cortes de Europa, han ido reformando el modo violento de representar que se usaba antiguamente, e introducido otro más natural y más acomodado al carácter de los asuntos y de las personas teatrales. Ya en 1755 el vago italiano, de quien hicimos mención arriba, aunque formó una crítica muy fuerte de nuestras tres piezas, habló con mucho elogió de los que la representaban.

Pudiera alguno sospechar si se habrá agotado ya la mina que produjo tantos poetas entre nosotros en el siglo pasado. Mas siendo siempre el mismo nuestro suelo, y concurriendo ahora las mismas causas naturales que entonces, se ha de creer que es otra la razón porque no se ven tantas poesías. Yo creo que esta es la gran dificultad que hay ahora de lograr crédito por este medio: porque el buen gusto generalmente introducido no permite que se aplaudan con tanta facilidad las piezas, así dramáticas como líricas, lo cual debe desalentar a los que no hayan añadido a su vena mucha aplicación y estudio de las reglas.

No obstante, no faltan algunos felices ingenios que han manifestado no ceder a los mejores de otros siglos, y que les han igualado y aun aventajado, si no en la fecundidad, a lo menos en el arte y en el estilo. Por lo que toca a la dramática, bien conocido son en la Corte los que han dado al teatro y le dan todavía piezas en las que no se hecha menos ni la sal de Aristófanes y Menandro, ni la majestad de Sófocles y Eurípides. Y en la lírica, aunque no son ya tan frecuentes los pastores enamorados ni las aldeanas bachilleras, no dejan de verse églogas sencillas, idilios tiernos, elegías lastimosas, odas, silvas y toda clase de versos empleados en celebrar las maravillas de Dios en las obras de la naturaleza, las piedades de nuestro benéfico soberano derramada sobre sus vasallos, los enlaces y la propagación de nuestra augusta sangre, las hazañas famosas de nuestros héroes, la honesta y útil aplicación de nuestros artistas y los establecimientos más ventajosos al bien de la sociedad, no siendo en todos estos asuntos menor el acierto que lo elevado y lo importante del objeto.