La Real Cédula de Carlos III fechada en Aranjuez el 20 de abril de 1773 venía a recordar a los prelados eclesiásticos los límites que las leyes establecían para que pudieran conceder licencias de impresión, a la vez que reafirmaba el poder del Soberano en este ámbito.
El hecho que motivó está cédula fue la impresión un año antes en Barcelona de un texto en latín bajo el título Erroris Domus Aristotelici in veritatis aulam conversa Doctrina Praeceptoris Angelici Divi Thomae Aquinatis Drama Armonicum, con licencia del vicario general del obispado y del regente de la Audiencia. Esto llamó la atención de uno de los fiscales del siempre vigilante Consejo de Castilla, Juan Félix de Albinar, que se percató de que el impresor Tomás Piferrer no había solicitado licencia al Consejo o de que el vicario desconocía sus funciones. No era necesario el permiso del vicario para publicar un drama armónico poético, que podía ser cantado en la iglesia o leído. En consecuencia, se inició un expediente que concluyó con la publicación de esta cédula.
En la cédula se explicaba que las disposiciones del Concilio de Trento no podían servir de amparo a los eclesiásticos para conceder licencias de impresión, porque allí se acordó que su autorización sólo era necesaria para los libros sagrados (Sagradas Escrituras) o que trataran de materia sagrada. Además, en estos casos los prelados podían censurar o emitir informe, pero nunca otorgar la licencia de impresión que era una regalía privativa del monarca. Ítem más, según la ley 24, título 7, libro 1 de la nueva Recopilación, que databa de 1558, no se podía imprimir nada sin haber obtenido la licencia previa del Consejo de Castilla (capitulo 2). Solo se hacía una excepción con la reimpresión de los misales, breviarios y libros de canto, cartillas de enseñanza, Flos Sanctorum, gramáticas y vocabularios que podían publicarse con la solo licencia del ordinario correspondiente (capítulo 4). Por tanto, como el papel en cuestión no encajaba en ninguno de estos supuestos el vicario se había excedido en sus competencias y el impresor había desobedecido.
La cédula, en definitiva, exigía a los prelados el cumplimiento de la ley, reafirmaba la primacía del poder soberano sobre el eclesiástico en materia de impresión y, por último, recordaba a los impresores sus obligaciones.