Esta Real Cédula fue aprobada por Carlos IV el 27 de mayo de 1790 a instancias de los mercaderes y encuadernadores de Madrid, que solicitaban precisar y corregir el contenido de la aprobada por su padre el 2 de junio de 1778. Carlos III había puesto en marcha una serie de medidas para proteger y fomentar la actividad de dichos oficios, dentro de un plan para el fomento de la industria nacional. Así, prohibió que los libros importados llegarán ya encuadernados, con la excepción de los ejemplares en papel, en rústica o las encuadernaciones antiguas de manuscritos. Esta decisión tuvo un efecto positivo para estos gremios, pero con el tiempo también se detectaron los efectos perversos de la norma. Por eso, precisamente la cédula de Carlos IV trataba de corregirlos y evitarlos.
Tras algo más de una década de aplicación de la ley de 1778, los mercaderes expusieron al rey que, a pesar de encargar a sus proveedores que enviaran los libros sin encuadernar, algunas remeses llegaban con las cubiertas y eran arrancadas en las aduanas. Esto podía dañar el ejemplar y disminuía las ganancias del comerciante que tenía que volver a componer el libro, con el consiguiente recargo sobre el precio final del libro. Además, estos inconvenientes habían provocado la disminución en la importación de obras esenciales de la literatura. Por eso, el Consejo de Castilla, tras escuchar el dictamen de los jueces de imprenta y del fiscal, accedió a introducir alguna matización en la ley. A partir de ese momento, la prohibición sólo se aplicaría a los libros de surtido y con más de un ejemplar y, en caso de que hubiera que quitar la encuadernación, debía hacerse en presencia del dueño para controlar los daños en el ejemplar.
Una copia de esta Real cédula, certificada por Nicolás Azaña, se publicó en Alcalá por Pedro López el mismo año 1790.