Esta obra en dos volúmenes se atribuye al religioso Edmé-François Mallet (1713-1755) o, al menos, a él se la asigna Antoine-Alexander Barbier (1765-1825) en su Dictionnaire des ouvrages anonymes (1872-1879). Preceptor, escritor y colaborador de los artículos dedicados a la literatura publicados en la Encyclopédie de Diderot y D'Alembert escribió una serie de tratados dirigidos al aprendizaje de los principios del arte y a la selección de las lecturas en función de ellos.
El propósito y plan de estos Principes se declara en el «Discurso preliminar sobre el propósito y plan de esta obra», donde Mallet expresa su convicción de que son pocos los lectores que en los salones de su época juzgan con conocimiento de causa (p. vj). Por lo general, se erigen en censores que condenan o aplauden según lo dicta su capricho careciendo sus arbitrarias opiniones de fundamento alguno (pp. v-vj). Piensa que en esos círculos sociales el tiempo se consume en entretenimientos frívolos. La lectura de poesías fugaces y cualquier novedad de moda forman parte del juego sin que se escuche, sobre todo por parte de los más jóvenes, el parecer de las personas sabias:
La mayoría de las veces no es este hombre ilustrado y juicioso, capaz de sentir y de hacer sentir a los demás las bellezas y los defectos de una obra el que se pronuncia (p. vij).
Frente a los anteriores, esta clase de lectores doctos se caracterizan por criticar con acierto, pues saben distinguir el mérito real de los autores. Pero esta capacidad solo puede adquirirse disponiendo de un conocimiento general de los principios y de las reglas del arte, aunque, según reconoce, la dificultad del trabajo asusta (p. xj).
En opinión de Mallet, la lectura literaria exige un conocimiento previo del arte poética por varias razones: la primera, porque las reglas del arte proceden de la naturaleza; la segunda, porque inspiran el talento y, en tercer lugar, porque los jóvenes, acostumbrados a ellas, reconocen con facilidad las bellezas y los defectos de los autores que leen (p. xij).
Eso explica el segundo de los discursos que componen la introducción de la obra. Se dedica a la Poesía y en él se analiza el origen y nacimiento de este arte que debe ser emulado (p. lj). Mostrar la virtud haciéndola amable es su finalidad para lo que utiliza las imágenes y pinturas que convierten en encantadoras sus máximas e instrucciones (p. liij).
La lectura, en consecuencia, consiste en la aplicación de los principios universales de la Poética a cualquier obra literaria, de modo que la confusión que aprecia en sus contemporáneos nace de ignorar que el conocimiento del arte poético debe fundamentar las opiniones tanto como las creaciones. Los lectores habrán de ser duchos en las reglas del arte y así exigirán tanto su cumplimiento a los poetas como admirarán a los autores que mejor las supieron utilizar.
De acuerdo con ello, la lectura carece de otra función que no sea la comprobación empírica de cómo los usos poéticos, sancionados desde antiguo por las autorizadas opiniones de Aristóteles, Horacio, Boileau y el resto de los preceptistas más universalmente renombrados, se reflejan en las composiciones de antiguos y modernos. La sabiduría de los lectores surge del conocimiento de la Poética y de la aplicación práctica a la literatura de sus reglas, de forma que la literatura y la Poética se retroalimentan asegurando la perpetuación de los modelos literarios y del arte poética como su único y universal fundamento.
En la página 101 analiza la función de la crítica. El problema que señala es la confusión existente en los autores entre el escritor y la persona, lo cual les conduce a no aceptar los juicios negativos o a sentirse ofendidos en su amor propio. Su idea de la crítica se resume del siguiente modo:
La crítica es uno de los medios más útiles para formarse un gusto seguro. Consiste en saber discernir las bellezas de los defectos de una obra, de detallarlos con precisión y de dar razón del juicio que lo sostiene (p. 101).
A su vez, exige en el crítico unos profundos conocimientos y reflexiones justificadas. La contundencia y el aire agresivo, propios de la juventud y la ignorancia, le parece que no han de tener lugar en la crítica (p. 101). La primera condición que debe cumplir esta consiste en ser sensata y juiciosa. El espíritu debe estar alumbrado por las razones y por principios sólidos: «Cualquiera que se vaya a erigir en censor —señala— debe comenzar por adquirir las luces necesarias para conciliar en el espíritu de los demás el crédito y la autoridad que pretende fundar» (p. 102).
La crítica debe recibirse como moderada y modesta porque el celo de los autores hacia sus propias obras les hará rechazar cualquier censura mostrada con altanería. En sentido contrario, la crítica tampoco ha de mostrarse complaciente. Lo que los escritores deben percibir es que, para lograr una pretendida gloria, deben persuadirse de que se les señalan las faltas con el ánimo de que puedan corregirlas. En tercer lugar, la crítica debe evitar la polémica o ser entendida como una sátira personal. Las observaciones bien intencionadas y fundamentadas hacen honor a las luces, son admirables por su mesura y su educación (p. 105).
Mallet es consciente de que la crítica se debe a sí misma y que debe perfeccionarse mediante la lectura y la reflexión, lo cual la hace inflexible ante el amor propio (p. 106). Insiste una y otra vez en que los jóvenes deben proceder con prudencia y con el imprescindible estudio de las reglas del arte. De este modo, como aclara en los preliminares de este volumen, los lectores deben leer a los autores y los libros célebres, es decir, aquellos que conforman la «biblioteca del género humano», que no son sino obras que representan un arte sutil y estimable, precioso para cualquier sociedad que se precie de culta (p. lix).
Pero esa lectura debe de ocasionar un placer puro e inocente. Da lugar a una emoción superficial, porque esta se desvanece por el mero hecho de ser una imitación (p. lxj). Ahora bien, existen más poetas mediocres que excelentes (p. lxx). Por todo ello, debe instalarse el hábito de la lectura de los mejores autores, tanto antiguos como modernos. A su vez, la lectura reflexiva de las autoridades del arte permitirá la creación de espíritus sólidos y formados de forma imprescindible en los modelos de los que extraerán todo el fruto que contienen.
La obra de organiza en dos partes. La primera trata del genio, la rima y la dicción. Orienta sus explicaciones hacia el lector, de modo que comenta de qué manera influyen en la lectura, lo cual condiciona al poeta en la elección formal de su discurso. Debe, en consecuencia, prever los efectos de sus poemas.
En la segunda parte de ocupa de los poemas breves.
Concluye en volumen con una práctica tabla de materias.