Yves-Marie André (1675-1764) fue un jesuita francés muy reputado por su aportación a la estética con la publicación en 1741 del Essai sur le Beau (Ensayo sobre lo bello). El texto fue muy reeditado en Francia y su repercusión se dejó sentir en toda Europa a lo largo del siglo XVIII. Por su parte, el berlinés Johann Heinrich Samuel Formey (1711-1797), profesor de Retórica en el Collège François de Berlín, destacó por su conocimiento de la cultura francesa siendo, a su vez, uno de los colaboradores de la Encyclopédie Methódique. Fue miembro de la Real Academia de Ciencias y Bellas Letras de Berlín y Secretario perpetuo de la misma.
En esta institución, Formey leyó diversos ensayos que abordaban cuestiones clave de la estética y de la teoría poética del siglo XVIII. Deben mencionarse De l'étendue de l'imaginación (1754), Sur le goût (1760) o Sur les spectacles (1761), en los que se muestra más cercano a la posición de los teóricos franceses que a la que defendieran británicos como Alexander Gerard. En esta línea ha de mencionarse la publicación de sus Principes élémentaires des belles-lettres (1763), traducidos al inglés como Elementary Principles of the Belles Lettres en 1766, y un texto muy conocido y reeditado, los Conseils pour former une bibliothèque peu nombreuse mais choisie (1755).
Así pues, no es de extrañar que un personaje tan influyente en la vida literaria europea se interesara por el texto del padre André. En la dedicatoria al Duque de Brunswich, datada en 1759, Formey le explica que la idea de belleza se ha perdido, por lo que considera que el texto del padre André debe recuperarse pues se trata de «la obra que pasa por ser la mejor sobre este interesante asunto en un momento en que he creído que podría adquirir algunas nuevas utilidades» (h.1r). Así, en el extenso «Discurso preliminar», señala la importancia del tema, sobre todo porque depende de la forma en que cada uno percibe y siente. Por este motivo, conceptos como el de belleza o gusto no son asiomáticos, es decir, no constituyen ideas universalmente recibidas sin equívocos ni variación como sucede, por ejemplo, con los conocimientos geométricos o aritméticos. En consecuencia, acepta que haya diferencias motivadas por la educación, el clima o los prejuicios recibidos que, entre otras razones, ocasionan que los cosas sean vistas desde puntos de vista diferentes según las personas, las épocas o las naciones. E incluso admite que asuntos que influyen tanto en las costumbres o en la conducta, provoquen un cierto grado de acritud y de rechazo lo que, a su juicio, hace imposible que se hable de ellas sin apasionamiento (p. vj). A esto añade Formey otra causa general:
La otra parte de la causa general a la que relaciono la diversidad de sentimientos es el abuso de términos que son en su mayoría vagos e imprecisos y esto tanto más cuanto que tienden a definir ideas relativas al gusto, al sentimiento, a los objetos que interesan a los hombres en la vida común, en la sociedad, en la religión (p. vj).
No obstante, y de ahí deriva su aprecio al padre André, resulta necesario fijar el sentido de los términos y conseguir, disipando las tinieblas, acercar los sentimientos más alejados y reunir los espíritus más distantes (p. vij). El padre André, explica Formey, lo ha logrado en su tratado porque:
ha reunido con enérgica brevedad lo más preciso y útil que se puede decir sobre la doctrina de la Belleza. Quedé realmente impresionado por la excelencia de esta pequeña obra cuando la leí por primera vez, poco después de su publicación. La idea de que siempre había permanecido en mí como una obra maestra y, como apenas podía encontrarla en ningún sitio, me propuse, hace ya algunos años, no solamente releerla sino reimprimirla (p. vij).
El tratado del padre André responde a su intención de aclarar lo que dice se originó en una disputa, es decir, en qué consiste la Belleza, su naturaleza y origen. Para ello divide la obra en cuatro capítulos que versan sobre lo bello en general y, en particular, sobre lo bello visible, lo bello en las costumbres, lo bello en las obras del espíritu y lo bello musical.
Comenzando por el principio y aclarando el propósito de su discurso señala que:
[...] en todos los espíritus hay una idea lo bello, que esta idea indica excelencia, perfección, que nos representa la belleza como una cualidad ventajosa que valoramos en los otros y que quisiéramos para nosotros mismos. La cuestión es desarrollarla, de manera que resulte manifiesta a todos los espíritus atentos (p. 3).
El plan a partir del cual organiza sus argumentos consiste en explicar, en este orden, que existe lo bello esencial, independiente de toda institución; que existe lo bello natural, más allá de las opiniones humanas, y, en fin, que hay una especie de belleza que es arbitraria hasta cierto punto (p. 3). Y, para un mayor entendimiento, hay que diferenciar entre lo bello sensible y lo bello inteligible. Por bello sensible entiende aquel que se percibe por los sentidos, mientras que lo bello inteligible se percibe en los espíritus, pero recomienda que ambos sean percibidos por la razón. En cuanto a los sentidos privilegiados que pueden percibir la belleza, son solo la vista y el oído, pues los otros tres no son ni finos ni delicados, ni sus sensaciones pueden razonarse (p. 4). Dedica a explicar este asunto el primer capítulo que le lleva a concluir que si bien hay diversidad de gustos, no por ello resulta imposible acordar en qué consiste la Belleza por lo que recomienda distinguir entre los bello esencial, lo bello natural y lo bello artificial o arbitrario. Y, para mayor claridad, conviene saber que este último de divide en varias especies según su procedencia: lo bello del genio, lo bello del gusto y lo bello procedente del capricho. Y así especifica que:
Lo bello del genio, fundado en un conocimiento de lo bello esencial, bastante extenso para formarse un sistema particular en la aplicación de las reglas generales, es el que admitimos en las artes; lo bello del gusto, fundado en un sentimiento ilustrado de lo bello natural, es lo que se puede admitir en las modas, con todas las restricciones que exijan la modestia y el decoro. Finalmente, lo bello de puro capricho que, no estando fundado en nada, no se debe admitir en ninguna parte a no ser en el teatro de la comedia (p. 19).
En el capítulo segundo relaciona la belleza con la moral y con ello se pregunta si ha de referirse a: «lo que en las costumbres, en los sentimientos, en los modales, en las conductas constituye lo verdadero honesto, lo verdadero decente, lo verdadero sublime, lo verdadero gracioso. En una palabra, la verdadera belleza moral de la persona» (p. 33). De hecho, así lo cree, ya que afirma que nada hay más decoroso para quienes cultivan las Bellas Letras que resultar recomendables por las costumbres igualmente bellas que enseñan (p. 39).
Para el padre André existe un compromiso público en quien cultiva las letras y, por tanto, asegura que debe haber una belleza que las represente y trascienda:
Llamo bello en una obra del espíritu no a lo que, al primer golpe de vista, agrada a la imaginación en ciertas disposiciones particulares de las facultades del alma o de los órganos del cuerpo, sino a lo que tiene derecho de agradar a la razón y a la reflexión por su propia excelencia, por sus luces o por su perfección y, si se me permite, por su atractivo intrínseco (p. 42).
Para el padre André existe un gusto general, de naturaleza racional, que permite reconocer la belleza en las obras literarias en las cuales, además, deben hallarse presentes los principios de la moral que ha de mostrar.
Formey muestra, pues, su conformidad con el planteamiento del padre André pues le parece esclarecedor y, por lo demás, defensor de los principios del buen gusto y del sentido moral que él propugna también en sus escritos. Su aportación se limita a glosar las obras que han tratado sobre la belleza a lo largo del siglo, empezando por Crousaz y su Traité de Beau (1714). Continúa con el tratado de Hutcheson Investigación sobre el origen de nuestra idea de lo bello (1725), el artículo de Diderot en la Encyclopédie Methódique de 1752 y concluye con los comentarios de Laugier sobre la Arquitectura de 1753.