Antonio Codorniu (1688-1770), jesuita español y miembro a Academia del Buen Gusto de Zaragoza, fue uno de los expulsos que abandonó España para instalarse en Ferrara donde murió. Sus Dolencias de la crítica es un tratado pedagógico escrito, como reza en el título, para prevenir a la juventud del escepticismo crítico. Feijoo dedicó su Carta XXXII(a) a reseñar el Índice de la Philosophia moral-christiano-política que Codorniu publicó en 1746.
Las Dolencias constituye una obra de crítica general basada en presupuestos de orden moral y en la autoridad de las Escrituras y de los Padres de la Iglesia. El autor defiende el uso y necesidad de la crítica si bien desautoriza aquellos comportamientos que considera impropios de la que puede calificarse como buena. En su forma y estilo es, como expresa Menéndez Pelayo en su Historia de las ideas estéticas en España un libro «ingenioso, lleno de ideas y de agudezas» (I, 1455-1456). Su interés radica en su aplicabilidad general y en la intención de que se instaure en el ámbito de los estudios la denominada «crítica verdadera».
En la censura que precede al texto, Manuel Joven y Trigo, también jesuita que ocupó la cátedra de Teología de Barcelona, destaca la oportunidad de la obra alegando que «en el presente siglo es la crítica la ciencia de moda», a lo que añade «aun los que no profesaron jamás facultad alguna, se atreven a profesarse críticos sobre las materias de cualquier facultad» (h. 4r). El autor, que defiende el ejercicio de la crítica desde una perspectiva sagrada, plantea los problemas que causan la existencia de una «crítica enferma» frente a la «crítica sana». Parte de la idea de que siendo esta una actividad esencial, se ha devaluado debido a sus excesos. En conjunto, resulta ser un tratado moral de cómo debe comportarse la crítica que se denomina sana, verdadera o cuerda.
La obra comienza recorriendo los orígenes de la crítica, a fin de no atribuirla ni a los tiempos modernos ni a los herejes. El referente para el autor es san Jerónimo en tanto que se sirvió de las ciencias sagradas para el conocimiento de las profanas. En este sentido, su tratado se orienta hacia el establecimiento de las cualidades ético-morales del crítico evitando el exceso de la ira y valorando, siguiendo fuentes bíblicas, la idea de que aquello que no puede ser probado no debe censurarse. En consecuencia, considera que han de priorizarse los valores de las obras que se censuran. En el segundo de sus preliminares señala cuáles son o deben de ser las utilidades de la crítica. A partir de ahí, el texto analiza las dolencias de esta disciplina comenzando por la inapetencia, referida a la ignorancia y escaso interés en aprender. El antojo y la golosina constituyen la segunda dolencia. Se alude a la liviandad propia de quienes se dejan llevar de cualquier doctrina. El capricho es la tercera, falta que observa en quienes no encuentran nada digno de elogio en ningún libro. La inconstancia es la cuarta y tiene que ver con la volubilidad del juicio. La siguiente dolencia tiene que ver con el empleo en cuestiones estériles y las disputas vacuas de las que a veces se ocupa la crítica. Consecuencia de esta última dolencia son los adictos. Define a estos como aquellos que «una vez preocupados de los dogmas y principios de su escuela, imaginan que los de la contraria no son más que unas bellas ingeniosas invenciones […], pero de ninguna manera verdades sólidas y subsistentes» (p. 93). La displicencia es otro mal de la crítica. Se censura a los lectores que desprecian cualquier obra por buscar siempre cualquier menudencia que criticar evitando así reconocer los valores de las obras y de sus autores. La rusticidad es otro mal que aqueja a la crítica. Se trata del «hombre sin estilo, el inculto y de rústico genio» el cual, por su torpe naturaleza, no puede juzgar con criterio y autoridad. Continuando con el relato de los males, prosigue con la mordacidad que constituye una dolencia considerada por Codorniu aun peor. A continuación se ocupa de la indocilidad que «es afectar no entender lo que es razón por no conformarse con la razón» (p. 129). La siguiente es la temeridad. La número doce es la extrañeza ridícula que consiste en la dolencia que padecen aquellos «que se escandalizan de todo plagio, es decir, de encontrar en algún autor, como propio, lo que verdaderamente es ajeno» (p. 164). Entiende que el pensamiento de un autor recoge ideas de otros que le han precedido o bien que son producto de lecturas previas lo cual no supone ser un plagiador. La solapada envidia es la dolencia décimo tercera y última dolencia. Es la más peligrosa entre los literatos, según declara. En la conclusión diserta acerca de cómo debe de ser la crítica justa.
Feijoo, Benito Jerónimo, Cartas eruditas, y curiosas, Madrid: Real Compañía de Impresores y Libreros, 1774, T. III, pp. 324-327.
Descripción bibliográfica
Codorniu, Antonio, Dolencias de la Crítica, que para precaucion de la estudiosa juventud, expone a la docta madura edad, y dirige al mui ilustre señor Don Fr. Benito Geronimo Feijoo, etc., Gerona: Antonio Oliva, 1760.
7 hs., 230 pp., 1 hs.; 8ª. Sign.: Biblioteca Histórica UCM, BH FLL 6459.
Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de las ideas estéticas en España, Madrid: CSIC, 1974, I, pp. 1555-1456.
Rodríguez Sánchez de León, María José, «De la crítica y sus dolencias según el jesuita Antonio Codorniu (1688-1770)», Tropelías. Revista de Teoría de la literatura y Literatura comparada, número extraordinario 7 (2020), pp. 1208-1221.
Cita
Antonio Codorniu
(1760).
Dolencias de la crítica para precaución de la estudiosa juventud,
en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
[<http://212.128.132.174/d/dolencias-de-la-critica>
Consulta: 23/11/2024].
Copyright
María José Rodríguez Sánchez de León
Edición
PRÓLOGO
¿En qué puede consistir que debiendo ser la Crítica la salud de todas las ciencias y artes, se haya convertido en enfermedad de la República de las Letras? No es otro que sus excesos. La triaca es contra veneno, pero tomada con demasía, daña la salud y pone a riesgo la vida. Hemos llegado ya a tal extremo que apenas hay semidocto (de los doctos nada digo) que no adolezca de crítico. Hasta el nombre de esta directora literaria se ha hecho tan vulgar y común que temo no le suceda lo mismo que a esta palabra sistema [1], la cual, pocos años ha, apenas se vía en nuestra España y el día de hoy casi resuena en las cocinas. Todos se pican de críticos y a todos pica la crítica, aquellos por la que hacen estos por la que padecen. Todos se quejan y es imposible que todos tengan razón porque no puede haber guerra que de una y otra parte sea justa.
Claman los reformadores de las letras contra la temeridad de ciertos hombres que no sabiendo notar una carta, se atreven a sacar un libro como si para ser autor no fuese menester otra cosa que echar mano a la pluma y fatigar la prensa. Reclaman estos, y acusan de sátira, lo que la severidad de aquellos censores llama crítica. Porque nuestra doctrina —dicen ellos— es sana, dado que le falte algún primor de erudición y estilo y la intención buena y no codiciosa de llenar la bolsa o de ganar nombre y fama, como discurren los mal pensados, sino de cooperar al bien público con lo que presta nuestro caudal. Añaden que este caudal no siempre ha de ser de brillantes porque también tienen su precio y estimación otras piedras y sirven de gala y hermosura a muchas joyas. Tampoco es necesario que sea de cortes extranjeros porque también abrigan con decencia y, a menos costa, los que da el país, al cual no es justo hacer esclavo de ajenas modas. Demasiado poseen estas tiranas y no hay para qué extender su dominio al estado de las letras ya que los tienen tan despótico en los vestidos. Que si en otros parajes se discurre y habla de una manera, aquí se discurre y habla de otra y, gracias a Dios, nos entendemos como ellos se entienden. Por fin que no es reprensible sino digno de alabanza aquel espíritu que, no pudiendo alargar monedas de oro, echa dos blancas en el gazofiliacio de la iglesia [2] a imitación de aquella viuda que mereció tan bello elogio del Salvador [3]. Por el contrario, mover dudas a cada paso y desenterrar cuerpos muertos, oficio al que se han metido los críticos más autorizados, es asunto muy fastidioso y, por introductor de novedades, está expuesto a continuados litigios, desazones y pendencias, como lo vemos cada día con bastantes quiebras de la caridad. Déjennos, pues, así, que bien nos estamos así y no nos metan a pleito la octaviana paz de que gozamos.
Imitan los críticos y reponen que esa no es paz sino desidia de corazón y cortedad de vista y tan perjudicial a la literatura que, poco a poco y sin sentir, abre la puerta a la ignorancia, fuente y origen de todos los errores, como clama sentidamente el Concilio Toledano 4, capítulo 25 y de lo cual la Historia nos ha dejado muchos y lastimosos ejemplos. Y dado que los dichos errores no se atrevan a la fe, tan arraigada y bien servida en nuestra España, se atreven, no obstante, a la relación de los sucesos en las vidas de los santos llenándolas de cuentos y fábulas con dispendio de la verdadera piedad y motivo de burla y escarnio a los herejes que nos dan en rostro con la amarguísima queja de Job: Numquid Deus indiget vestro mendacio, ut pro illo loquamini dolos? (XIII, 7). Y cierto que nuestra católica religión es por sí misma tan pura y santa y sus misterios, como se explica el real profeta [4] tan sobradamente creíbles y todo lo que ella abraza tan digno de culto y veneración que, siendo inseparable de la verdad, espíritu [5] y juicio, aborrece y detesta hasta la sombra de la mentira, ficción e imprudencia.
Se atreven también al manejo de la palabra de Dios, forzándola a decir los que nunca quiso significar con imponderable dolor de los celosos y grave escándalo del triste vulgo que muchas veces no hace más caso de los textos que del antojo del predicador. Desorden sumamente perjudicial y que hasta ahora no se pudo remediar por más que se le haya acudido con tanta copia de suaves y ásperas medicinas. Por abreviar, se atreven a las demás letras que frecuentemente son necesarias para la genuina inteligencia de la Sagrada Escritura, como lo saben los que estudian para declarar y promover sus sentimientos y no para torcer sus sentidos imitando, no la temeridad de los herejes antiguos y modernos, sino la atención y reverencia de los Santos Padres. Pues todo esto, ¿quién no ve cuánto denigra a nuestra ilustre nación que de dos siglos a esta parte no solo floreció con ventajas en esta sabiduría divina, sino también en todo género de ciencias humanas y conocimiento de lenguas?
Responden, sin embargo, los malavenidos con esta reforma que por lo que mira a la inteligencia de la Sagrada Escritura les basta conformarse con el Concilio tridentino, ateniéndose a la Vulgata (Seff. 4), que es la única auténtica. Y para esto, y para el manejo de la palabra de Dios, tienen a mano muchos y muy doctos expositores como son los Hugos, Liras, Alapides y Silveiras [6]. Y si entre tantos que regentan este oficio se hallan algunos que no lo traten con el decoro correspondiente no es de extrañar porque lo mismo pasa en la demás naciones siendo constante que ninguna de ellas es tan erudita que no cuente muchos idiotas, ni tan distinguida en todo que en esta y las demás clases, no tenga porción de vulgo. Y, por lo tanto, que los lunares que pueden resultar de aquí a la piedad cristiana antes se deben mirar como mal necesario que como ocasión de inevitable ruina. Luego el pretendido y exagerado escándalo es ninguno no ser que se quiera calificar de escándalo lo que es miseria humana y no malicia.
Corroboran su defensa diciendo que san Gregorio el Magno no supo la lengua griega como lo asegura él mismo: Nos nec graece novimus, nec aliquod opus graece conscripsimus[7]. Y que no solo no estudió los libros de los gentiles sino que ni permitió que los obispos de su tiempo los estudiasen, como expresamente lo escribe el grave historiador de su vida: Omnes omnino pontifices a lectione librorum gentilium Gregorius inhebebat (III, 33) [8]. Porque, como decía el mismo santo y excelente doctor: In uno ore, cum Jovis laudibus, Christi laudes non capiunt[9]. No caben en una misma boca las alabanzas de Júpiter y de Cristo, como ni en un mismo tempo el arca del Testamento y el ídolo del dragón [10]. ¿Y qué pontífice se puede preguntar alta la voz, que doctor más útil a la Santa Iglesia que san Gregorio el Grande? Añaden que la lengua hebrea no tuvo estimación entre los padres griegos hasta Orígenes, el cual la aprendió «contra aetatis, gentisque suae naturam» como dice el doctor máximo [11]. ¿Y quién puede dudar que, antes de Orígenes, defendieron e ilustraron gloriosamente nuestra católica religión los sabios caudillo e invictos mártires san Justino, san Ireneo y otros muchos?
No paran aquí, antes revuelven la querella contra sus adversarios y les preguntan si los teólogos eclesiásticos, desde el siglo xi hasta el décimo quinto, fueron de algún provecho a la Iglesia o no? Si lo segundo: O, miseros homines, exclaman con el doctísimo maestro Cano, qui tercentos annos, atque eo amplius, et oleum, et operam perdiderunt¡ Quippe linguae graecae, atque hebraicae non habuerunt peritiam[12]. Si lo primero, luego enhorabuena, sean tan útiles como se quiera las dichas lenguas, pero nunca serán tan necesarias como pretenden aquellos críticos que para graduar a uno de buen teólogo, parece que antes le examinarán de las lenguas griega y hebrea que de doctrina cristiana. A san Gregorio ya vimos que no pudo quitarle el título de Magno ni el insigne elogio de doctor eclesiástico, la ignorancia de la lengua griega como ni la de la lengua hebrea pudo ser parte para que los santos Justino, Ireneo y sus semejantes no fuesen admirables controversistas y excelentes expositores de la Sagrada Escritura. Porque estos héroes de la Iglesia suplían el defecto de dichas lenguas con el profundo conocimiento de las cosas y no menos con el subsidio de la fervorosa oración al padre de las luces. Y lo suplirá también el que los imitare en la aplicación al estudio y en la santidad de la vida. San Agustín es eminente en persuadir los misterios de nuestra santa fe y no menos en refutar y echar por tierra a sus adversarios, pero esta alabanza (después de la divina ilustración) mucho más la debió a su gallardo ingenio e infatigable estudio que a la posesión de la lengua griega sumamente aborrecida del santo cuando niño [13].
¿Qué diremos de las ciencias profanas? Muy buenas son mas no tan indispensables que el católico que careciere de ellas desmerezca por solo esto el crédito de erudito. Porque ¿quién puede negar que las sagradas letras son más que suficientes para calificarle de sabio? Ecquid enim, dice el citado san Agustín, paeter defensionem christiana religionis, quaerere, quid senserit Anaximenes, quid Democritus, Epicurus, Parminedes et Melissus, aliique similes huius farinae philosophi, quarum doctrina naturae, et rationis contrariis plena fuit? [14]. Para echar de ver cuán justificada es esta censura, véase la que hizo de estos y de los demás filósofos la urbanidad de Diógenes Laercio que les satiriza a todos y fue tal como ellos.
Gritan, no obstante, los promotores de la crítica y refuerzan su argumento diciendo que el mismo san Agustín usó con tanta felicidad de las insinuadas ciencias como David de la espada de Goliat, haciéndolas batallar contra el mal uso de sus ingratos poseedores y servir al obsequio de su legítimo soberano, Dios y Señor de las Ciencias [15]. Y que san Jerónimo, enciclopedia de todo género de letras y que dijo y practicó lo mismo, antes que san Agustín, advierte que san Cipriano, santísimo mártir y elocuentísimo doctor, no dejó de ser notado porque escribiendo contra Demetriano étnico no se valió más de los filósofos y poetas profanos que de la Sagrada Escritura de cuyos textos no hacía caso alguno aquel gentil. Por el contrario, el famoso Tertuliano es increíble el estrecho en que puso la étnica superstición atacándola con su propia literatura. San Gregorio Nacianceno, cuya profunda inteligencia en las cosas divinas le granjeó el renombre de teólogo, hace un uso admirable de las mencionadas ciencias en sus elevadísimos escritos. Y su íntimo amigo y compañeros en los estudios, san Basilio el Grande, enseña muy de propósito como se han de leer los libros de los gentiles en una homilía tan elegante y discreta como de su delicada pluma. ¿Qué diremos de la inmensa erudición de san Jerónimo que claramente decide esta cuestión en la citada epístola? Su teórica y su práctica demuestran con tanta evidencia nuestro asunto que para atrevernos a decir lo contrario es forzoso no tener ojos o negarse a la luz del mediodía. Luego los que, a pesar de esta evidencia, lo contradicen o nada ven o quieren voluntariamente hacerse ciegos. Lo mismo se ha de decir respecto del estudio de lenguas porque quien no saben que en la Clementina única de magistris se manda que se lean la hebrea, arábiga y caldea en las más célebres universidades de Europa? ¿Quién ignora que apenas habrá universidad en el mundo político en la cual no se enseñen la hebrea y griega? ¿Y quién no conoce que no se mandará ni practicará este estudio sino se contemplase necesario para la más noble parte de las ciencias?
Así disputan, así se acometen y defienden unos y otros diciéndose alguna vez digna, atque indigna relatu (Virgilio, Eneida, IX, 595) los promotores y los enemigos de la crítica. Ni es fácil encontrar árbitro que les ponga en paz porque, como discretamente dijo Persio: velle suum cuique est, nec voto vivitur uno. Cada uno tiene su inclinación y quiere que prevalezca su dictamen. Yo no tengo autoridad ni valor para obligarles a la concordia, mas no puedo dejar de decir que, poco o mucho, obra en todos la preocupación y el empeño y que si bien unos y otros hallan a mano armas ofensivas y defensivas es cierto que no todos tienen razón y, por consiguiente, que no solo faltan los adversarios de la Crítica por carta de menos, sino también sus promotores por carta de más, como lo escribió Justo Lipsio, crítico de tan dulce corazón como de claro entendimiento: Certe peccamus iam nos critici in hanc partem, et ut olim, vitiis, sic nunc remediis laboratur [16]. Porque verdaderamente no parece la crítica el día de hoy sino el imperio de Alejandro que, muerto él, todos sus favorecidos tuvieron la ambición y osadía de coronarse reyes. Así en nuestros días, casi todos los profesores de la Crítica pretenden hacerse soberanos y dar la ley a los demás literatos, por más que esta división antes coopere a la ruina que a la amplificación de su reino, resultando de tan perniciosa discordia como allá gravísimos males al mundo así acá notable detrimento a la República de las Letras.
Yo ya sé la licencia que da el apóstol unus quisque in suo sensu abundet [17]. Pero esa licencia, aunque permite que cada cual siga su parecer en todo lo disputable, a nadie concede la decisiva ni le confiere tanta autoridad que su fallo tenga fuerza de ley. Ármeme enhorabuena mi razón pero sea con mucho respeto a la razón contraria que tal vez es mejor que la mía. El salvo meliori, que en todos los dictámenes es cláusula de estilo, no se mire en nuestro caso como una mera ceremonia sino como precepto de inolvidable observancia. Hasta aquí dirá cualquiera que no hay dificultad, pero, en llegando la alcanza perentorio, hoc opus, hic labor est.
Todos convenimos en esta verdad, tomada en general, pero en el caso particular donde se ha de ver si observamos lo que decimos, no hay hombre con hombre. Confesamos todos que ha de ser así, mas todos vemos que rara vez así porque no es menos verdadera esta otra universal, que comúnmente los hombres no obran según los informes de la equidad sino según los sobornos de su pasión o inclinación. Y he aquí de donde se originan principalmente las lides y controversias entre los fautores y enemigos de la crítica y, por consiguiente, las dolencias de esta utilísima facultad que mantenida en su natural estado sería, como hemos dicho, la salud de la República de las Letras. Yo me esforzaré a deslindar algunas y no en el sentido médico, sino en el político moral, pues claro está que no son enfermedades del cuerpo sino del alma y de almas tan esclarecidas y nobles que, por la primorosa educación y cultura de los estudios, se debieran suponer más atentas y cortesanas. Me ceñiré a las más graves y peligrosas porque recorrerlas todas es imposible. En cada una insinuaré el remedio que me parecerá conveniente y el lector hará el juicio que fuere servido.
Si alguno se resistiere de ello, quéjese de su enfermedad, mas no de mi intención que no es, ni permita Dios que sea otra, que de procurar su salud. Aborrezco toda parcialidad y a nadie cedo mi cálculo sino a la verdad conocida. Dichoso quien da con ella y la sigue y dichos tú, lector mío, si la buscares con invariable deseo de complacerla.
PRELIMINAR I
Cuán antigua es la crítica
Este capítulo pudiera parecer excusado si quien escribe no fuese deudor a todos. La misma deuda me obliga a invertir la regularidad del orden poniendo antes el capítulo que debía venir después por el motivo que luego diré, porque claro está que primero es definir la crítica que averiguar su antigüedad. Mas ahora no ha de ser así, por lo que ya digo.
Piensan algunos que esta palabra crítica, de la cual toman su nombre los que justamente se llaman críticos, es invención de modernos cavilosos que en todo hallan qué notar y morder y que, respecto de los escritos ajenos, son como el Martinus contra, que dice el vulgo [18]. Con estos términos, se lo oí yo a un personaje que por su nacimiento, graduación y literatura se elevaba muchas varas sobre el vulgo, hablando en conversación del crítico más ilustre y famoso que ha dado España en nuestros días y de cuyas obras, por más que se lo instaron muchos, nunca quiso leer, aunque no podía ignorar que eran las delicias de los eruditos y vulgo, felicidad que acontece a rarísimo escritor. Pero engañose aquel hombre grande (que también la preocupación predomina a los grandes hombres) y se engañan con él los que en esta parte se siguen. Mucho más se engañan aquellos necios que atribuyen la crítica a los herejes porque no es, ni puede ser, invención de herejes ni de cavilosos modernos, una ciencia que bajo esta o aquel nombre, es tan antigua como el juicio. Si este fuere bueno, la crítica será buena, mas si fuere ruin o maligno, también la crítica será maligna o ruin. Depravando el uso, no hay cosa tan buena que no pueda ser nociva. Nil prodest quod non laedere possit idem (Ovidio, Trist., 2).
Por la misma razón, esta palabra críticos,que a los inconsiderados e ignorantes suena lo propio que detractores o murmuradores, peina tantos siglos de antigüedad que se pierde de vista. Yo no me empeño a señalar la determinada época porque me basta decir que, entre los autores profanos, la usaron dos de la primera distinción, Marco Tulio y Horacio. El primero escribiendo a su yerno Dolabela se explica así: Ego, tanquam criticum antiquus, iudicaturus sum utrum sint (Cicerón, Ad Atico, I, 14, 3). Y el segundo canta al mismo tono diciendo: Ennius, et sapiens, et fortis, et alter Homerus, ut critici dicunt (Horacio, Epíst. II, 50-51). Entre los autores sagrados está san Jerónimo, crítico de esfera superior, y que en todo género de letras vale por mil. Reconvenido el santo doctor de haber hecho servir las ciencias profanas a las sagradas y respondiendo a la objeción con el acierto que acostumbra entre otros ejemplares que saca en abono suyo, habla así de Filón Hebreo: Quid loquar de Philone, quem vel alterum, vel secundum iudaeus Platonem critici pronuntiant? (Epist. 84). Al abrigo, pues, y respetable autoridad de estos héroes literarios, pueden, y deben, serenar sus temores los espíritus pusilánimes y no menos los preocupados de melancólicas ideas que, en oyendo estas voces críticos y crítica, se espantan y conmueven como si oyesen nombres de conjuro. Sosiéguense por su vida y, si fuere necesario (que lo será más de una vez), repriman también su cólera, si quieren ser tenidos por hombres sabios. Supuesto no pueden ignorar que la verdadera sabiduría no puede dejar de ser pacífica (Jacob, III, 17). Luego, en ningún caso, deben perder la paz del corazón ni la quietud del juicio, lo que de ninguna manera se logra sin tener muy enfrenada la pasión de la ira, tan destemplada en sí, como impropia de un hombre sabio. Pero si sordos a este racional documento hicieren lo contrario, yo les anuncio que tendrán más dominio en sus almas las tinieblas de la ignorancia que los resplandores de las ciencias. Porque es indubitable que así como una brava tempestad enluta el cielo de nubes, así el furor de la ira denigra al entendimiento y llena al alma de sombras y confusión.
Y ciertamente yo no acabo de entender con qué razón ni religión se pueden apartar dichos hombres de esta divina regla y soberana crítica del apóstol: Omnia autem probate quod bomun est tenete? [19]. Examinadlo todo y quedaos con lo que merece ser admitido. Oíganla, pues, enhorabuena y con igual imparcialidad que atención, examinen las cosas, las palabras y los libros y quedándose con lo bueno, desechen lo malo, imitando en esto el estilo del Señor que separa lo precioso de lo vil (San Jerónimo, Epist. 15, 19). Luego si lo vil, en nuestro caso, es el precipitado juicio y arrojada censura y lo precioso y muy precioso el recto juicio y correspondiente estimación de lo que es acreedor a ella, bien se sigue que si quieren proceder como cuerdos, detestarán lo primero y abrazarán lo segundo, por ser aquello muy feo borrón y vicio del alma y esto hermosa virtud del entendimiento y la más bella gala del corazón. Procediendo con esta cordura no se enojarán con la verdadera crítica y sus legítimos profesores, antes les admitirán de buena gana mostrándoles apacible rostro y haciéndoles muy agradable acogida y, por lo tanto, cuando estos les avisaren con modestia y cortesanía de algún error o defecto en sus obras o dictámenes literarios, les darán muy cumplidas gracias, como se las damos, dice el grande San Francisco de Borja al que nos advierte de alguna mancha en el rostro o deformidad en el vestido.
Dije «con modestia y cortesanía. Porque no el justo sabe corregir sin misericordia» (Salm. 140, 5). Y los que no lo hacen así, no son atentos ni justos y, por consiguiente, ni verdaderos críticos. Espíritus ásperos y groseros que no saben amonestar el mísero delincuente sin sacarle sangre y darle en rostro con toda la enormidad de su culpa. Negados al conocimiento de su propia fragilidad ajena, se olvidan de compadecer la fragilidad ajena, descubriendo, con tamaño rigor, que su celo, a pesar de sus afectados pretextos, es enteramente bastardo y tal vez capa de la venganza o envidia. Pues de un modo de corregir tan inicuo, de un celo tan falso y doble, ¿qué utilidad puede esperar la República de las Letras? Antes bien, ¿qué daños no se pueden seguir a esta y cualquiera otra república? Considérenlo los jueces, considérendolo también todos los zoilos y nunca se olviden de la sentencia del Salvador: In qua mensura mensi fueritis, remetietur vobis (Mateo, 7, 2). Cogerán lo que sembraron y se portará Dios con ellos, así como ellos se portaron con los demás.
PRELIMINAR II
Qué cosa es crítica y algunas de sus utilidades
Comenzando por la primera parte del título, digo que la crítica, tomada en toda su latitud «es un recto y discretivo juicio de los dichos, hechos y obras de los hombres y que, exceptuando las intenciones, regalía del corazón humano, se parece mucho al juicio de Dios y así no es dable ciencia alguna que sea más universal». Dícese «juicio», ya porque debe hacer concepto de la cosa, ya también porque lo debe hacer de la censura que da sobre ella. Dícese «recto» porque no solo debe dar en el blanco, sino también porque no se ha de dejar torcer del amor, ni del odio ni de otra alguna pasión. Dícese «discretivo» porque no se detiene en la superficie ni apariencia de la cosa, sino que se adelanta y penetra hasta lo más interior de ella y entonces, con solícita advertencia nota y separa lo verdadero de lo falso, lo cierto de lo dudoso, lo útil de lo inútil y, por abreviar, lo bueno de lo malo, como dijimos en el «Preliminar» antecedente. Y si lo que de esta manera discierne y juzga lo que ha de explicar de palabra o por escrito, en ningún caso, lo hace con rusticidad o desprecio sino con urbanidad y buen estilo. Lo contrario sería muy opuesto a la verdadera discreción. Por lo cual me parece a mí que, así como la crítica debiera ser inseparable de un noble y generoso corazón, así también todo crítico debiera ser aquel vir bonus et prudens, que describe Horacio en su Arte. No solo inteligente, para saber lo que ha de sentenciar, sino también prudente para no dar qué sentir al dulce genio de la moderación. Así que nuestro crítico no ha de ser un buen varón, que todo lo pasa, sino un hombre de bien, dotado de un sano juicio y benigno corazón, que solo abona lo que merece ser admitido y lo que lo desmerece, lo castiga con piedad. En una palabra, debe ser tan valiente y circunspecto que cumpla con estos dos oráculos: Mihi autem dedit Deus dicere ex sententia (Sapienc. 7, 15). Y, al mismo tiempo: Noli esse iustus multum (Eclesiastés, 7, 17). Ni rigorista, ni adulador, sino medido en todo: Medio tuti sumus ibit. Dícese, por fin, «de los dichos, hechos y obras de los hombres», porque esto es lo único que puede estar bajo nuestra censura. Pero las obras, hechos y palabras de Dios, como todas son divinamente perfectas, solo admiten, y aun requieren, nuestro profundo acatamiento, nuestra alabanza y admiración. Lo contrario sería imitar el furor de aquellos impíos que pusieron su blasfema boca en el cielo (Salmos 72, 9), sin reparar en lo que está escrito. Qui scrutator est maiestatis, opprimetur a gloria (Salomón, Proverbios, 27). Los demás términos son tan claros que no necesitan de explicación.
Tomada en este sentido la crítica y puesta en práctica con la insinuada moderación, no se puede negar que es tan necesaria y provechosa a la República de las Letras como las aduanas y guardacostas a las rentas del real erario. Y pluguiera a Dios que, así como es perdido cuanto aquellos cogen de contrabando, lo fuese también todo libro o escrito que la expresada crítica condena de perjudicial o inútil. ¡Oh, cómo entonces sudaran menos las prendas y no gimieran tanto las bolsas que lloran el desperdicio de su dinero en malos libros, cuando sobran las cosas en que tuviera digno empleo! Pues, ¿de cuántos cuidados y molestias librara al Santo Oficio y a sus calificadores? Porque si ella no sufre libros despreciables, ¿cómo había de tolerar los impíos y perniciosos, los errores y maldicientes?
¡Qué diré del lucro cesante y daño emergente de que redimiera al mundo literario? Tan sobrado está de libros y, al mismo tiempo, tan falto de ciencia que puede exclamar con razón: Inopem me copia fecit [20]. Gran parte de la juventud y no poca de la varonil edad, malogra el tiempo (pérdida que no tiene restitución) en la leyenda de libros y escritos sin sustancia, por no llamarles ineptos y ridículos, sin otro provecho, después del gasto de largos años, que llegar a saberlo que un ordinario entendimiento consigue en media docena de ellos. Nos andamos por chascarrillos, sin recoger una gota de instrucción, cuando, con el mismo trabajo, acaudaláramos mucha doctrina si los escritos y libros fuesen tales que nos guiasen a la respectiva fuente. Y quién puede dudar que nos dirigieran al vivo manantial si como la crítica tiene ojos y pluma así tuviera poder y mano para negar la pública luz a los inútiles y ruines y concedérsela muy clara y benéfica a los buenos y provechosos? ¿Y cómo dejará de tener el dicho poder y mano si la dependencia y adulación no hubieran convertido los censores en aprobantes? He aquí en compendio las utilidades de la sólida crítica si ella pudiese obligar al cumplimiento de sus leyes precisando a la ejecución de lo que justamente decide.
Pero así como no es remedio todo lo que se llama medicina, tampoco es crítica toda la que se gloría de este nombre. Porque hay crítica verdadera y crítica falsa, hay crítica sólida y crítica superficial, finalmente hay crítica sana y crítica enferma y de enfermedad tan contagiosa que ha pegado a esta facultad innumerables dolencias. Para restituirla, pues, a su primitiva salud, me determiné de insinuar algunas y apuntar al mismo tiempo en qué consiste su curación. Y todo con el recto fin de que se aborrezca y deseche la achacosa y claudicante crítica y s admita con toda el alma la que es justa y sana y segura receta de sanidad de las letras. Dije «insinuar» y no «referir» porque numerarlas todas: Non mihi, si linguae centum sint, oraque centum, ferrea voxomnia morborum percurrere nomina possem [21]. Ellas son tantas y tales que ni llegan a mi conocimiento ni me hallo capaz de poner en lista sus nombres. Sin embargo, como se dividen en dos especies, unas que nacen de ignorancia, otras que proceden de malicia, trataré brevemente de unas y otras midiéndome no menos con la pequeñez del volumen que con la cortedad de mi caudal. Si a fuerza de estas diligencias, que no me cuestan poco estudio y observación, se pudiere concluir en qué consiste la verdadera crítica, desde ahora y con todo el afecto de mi corazón, cedo la gloria a Dios y el beneficio a los lectores. Mas si lo contrario (mucho lo temo, respecto lo dilatado del tiro y flaqueza de mi brazo) constará por lo menos que ofrecí al público mi buen deseo, despertador quizá de los de más larga vista y me quedará el rubor por aviso de no ofrecer otra vez lo que no puedo cumplir. Una cosa pido de gracia y es que se lea este librito con la misma sinceridad que lo escribí, no para la docta varonil edad, sino para la estudiosa juventud, a la cual si la madurez erudita enseñare cosa mejor le pido por nueva gracias que ningún caso haga de este librito. El celo me movió y no los celos que los aborrezco de muerte y sobre todo cuando proceden de envidia.
CONCLUSIÓN DE LA OBRA Crítica justa
Advirtiome un literato discreto que el título parece había de ser «crítica sana», respecto de que lo que se intenta curar en la obras son dolencias. Sin embargo, como la sanidad en nuestro caso consiste en no faltar ni pasar de la medida, vengo a concluir que lo mismo será decir «crítica justa» que «sana crítica». Vencido este reparo, ve aquí un punto en que casi todos andamos inconsiguientes. Todos clamamos por esta crítica mas, como tiene el apellido de «justa», le sucede lo que a la justicia que todos la quieren y nada por su casa. Convenimos en que la justa crítica debe dar a cada obra la merecida censura, sin declinar a la diestra del amor, contemplación o dependencia, ni a la siniestra del odio, severidad ni envidia. Que ha de ser una balanza puesta al fiel y que solo se incline por el peso del mérito o demérito de la obra. Pero cuando llega el lance, la queremos indulgente con nosotros y rigurosa con los demás sin echar de ver que en esta desigualdad nos mostramos inconsiguientes lógicos e inicuos jueces. Luego ¿con qué cara, por no decir con qué conciencia, clamamos por la crítica justa no corriéndonos de cometer tan manifiesta injusticia? Neque enim, dice Tulio, severus esse potest in iudicando, qui alios in se severos esse iudices non vult [22].
La crítica justa de ninguna manera puede admitir tan criminosa diferencia. El que da que padecer debe estar pronto a sufrir y, por lo tanto, u ofrecer espalda o moderar lengua y pluma, que lo contrario no sería justicia sino insolencia. Ya dijimos al principio que la verdadera crítica es muy parecida al juicio de Dios y bien sabido es que este juicio es el más justificado en sí mismo y en todas las cosas que juzga. Juzga como quién es y, sin hacer distinción de personas, da a cada uno según la bondad o malicia de sus obras. Ni hace mucho en creerlo así nuestra fe cuando la sola luz de la razón le obligó a decir a un gentil: rex Jupiter ómnibus ídem.
De lo dicho se concluye que la crítica justa no puede tener buena acogida en los que adolecen de carne y de sangre, sino en aquellos que dicen su parecer como si no la tuvieran. Es verdad que ellos no pueden menos de ser hombres, pero también lo es que, para ejercitar este oficio como se debe, no lo han de ser según todo lo que dice «ser hombres» sino hombres de razón. La razón, pues, es el único hospedaje de la justa crítica. Otra morada ni la admite ni la puede admitir. La razón es su alcázar, murado de invariable justicia e insuperable furor y astucia de las pasiones. La razón es su atalaya porque en ella sola mantiene clara la vista. La razón, por fin, es su olimpo al cual con seguridad superior al que celebraron los poetas, no llega jamás exhalación grosera ni nube alguna de viciosa pasión. Y de aquí es que ni deja lo bueno sin alabanza ni lo malo sin castigo, bien que este nunca lo decreta sin atención a las blanduras de la piedad. Tal como esta debe ser la crítica justa. Veamos ahora, si es posible, cuál ha de ser el entendimiento que se proporcione con ella.
Este punto, hablando con toda ingenuidad, le contemplo muy distante de mi corta inteligencia. Mas ya que entré en el empeño, digo lo primero que lo que se requiere sobre todo es que el mismo entendimiento sea bueno, en sentido semejante al que dijo Salomón que le había cabido buena alma [23]. Debe, pues, ser bueno el entendimiento, eso es, sutil sin travesura, sagaz sin malicia, juicioso sin inconstancia y resuelto con precaución. En una palabra, debe ser tan bueno que sea como nacido para tomar las cosas a derechas porque algunos, aunque muy agudos, tienen la desgracia de aprehenderlo todo al revés. Y de esto nace en gran parte la rareza y extravagancia de dictámenes en algunos hombres que, no obstante que son de elevado entendimiento, de tal suerte la cogen que, antes que los obliguéis a soltarla, daréis mansedumbre a un tigre. Así que el entendimiento donde se hospedare la justa crítica, ha de ser tan feliz que regularmente acierte en la primera percepción de las cosas y que de ninguna manera se deje llevar de las especies alucinantes ni equívocas, sino de las verdaderas y propias. Y cuando no le aconteciere así, sea tan dócil que mude de concepto y forme la idea que corresponde a la cosa. Esta venturosa prenda, graciosa dádiva de la mano de Dios, es como la semilla del recto juicio y buen gusto y, por consiguiente, el dichosos origen de la justa crítica y el hombre, que no nació con ella, en vano la busca en el estudio de los libros.
Lo segundo que, demás del buen entendimiento, es necesario un suficiente caudal de respectiva literatura, no en títulos o pergaminos, sino en positiva moneda. Y esto es lo que no hay forma de dárselos a entender ni a los que a poca costa se alzan con la denominación de hombres doctos, ni a los que imaginan que, para echarse a críticos, no es menester más que ponérselo en la cabeza.
Dije «respectiva» porque si para la crítica universal es indispensable saber excelentemente de todo, para la particular, v. gr. la Teología, es preciso tener un perfecto conocimiento de los dogmas y lugares teológicos, lo que no se puede lograr sin una competente noticia de la Sagrada Escritura y Santos Padres. Una no leve tintura de la Historia y cabal inteligencia de la Filosofía, no según el juicio que hacen de ella algunos más pendencieros que filósofos, sino según ella es en sí y en todas su partes, singularmente la Moral. Porque no tiene duda que si el fin primario de la Teología es contemplar el soberano ser y perfecciones de Dios, el secundario debe ser instruir a los hombres en la imitación de aquellas perfecciones, a fin de que procuren ser semejantes al mismo Dios, ya que fueron criados a su imagen y semejanza. Y la que así no lo hace, no se debe llamar Teología, sino espinar, sin belleza ni jugo de espíritu, como notaron entre otros los eminentes teólogos Belarmino y Petavio, este en el capítulo 1 de los Dogmas teológicos y aquel en la epístola 164 al padre Gisberto Schevichavio. Esto ya lo dije arriba y no me pesa repetirlo aquí [24].
Lo tercero, y por lo cual principalmente esta arte se llama «crítica», es un juicio perspicaz, discretivo y sólido, tan sosegado y circunspecto que nunca parta de carrera sino de muy dejos de toda preocupación, facilidad y rebato, se detenga en el examen de la cosa sobre la cual ha de decir su parecer. Si no logra la ventura de entenderla, confiesa sinceramente su ignorancia y se remite al dictamen de los mejor instruidos. Y si no tiene virtud para tanto, calla su boca y no censura lo que no entiende. Hacerlo al revés es osadía común a zoilos y presumidos, es arrojo de quien no sabe ser dueño de su lengua, es temeridad más digna de castigo que de advertencia.
Mas si la entiende y penetra a fondo, repara entonces lo primero: si la es útil o perniciosa, nueva o pasada, noble o vulgar, limpia o soez. Repara lo segundo: si dado que sea de provecho, está dispuesta con el método que le corresponde y acompañada de los medios que más conducen para conseguir el fin a que se dirige. Porque poco importa decirme que me abrigue y caliente, v. gr., si no se me facilitan lumbre y vestido, exhortarme a subir a las estrellas si no se me señala cómo y por dónde. Y esto es lo se me debía señalar, como quien dice Haec est via, sic itur ad astra [25]. Los libros de grande empresa, pero destituidos de método y medios proporcionados, son ideas al aire y cuando más semejantes a un pingue mesa, sin guiso, ni sazón, que solo puede provocar la hambre o el paladar más grosero, mas no el gusto de un delicado paladar. Toda producción literaria debe ser tal que
[Personam formare novam], servetur ad imum, qualis ab incepto processerit, et sibi constet [26].
Un cuerpo, en su línea, de regular estatura, proporcionado en sus miembros y sin notable deformidad en ninguna de sus partes.
De la sustancia de la obra pasa a examinar los accidentes, quiero decir, el estilo y observa, con no menos reflexión, si, en orden a lo que trata, es propio o impropio. Pues claro está que los asuntos trágicos no se ha de tratar con estilo alegre, ni los alegres con estilo trágico, ni los burlescos con estilo serio:
[…] Tristia maestum
vultum verba decent, iratum plena minarum, ludentem lasciva, severum seria dictu (Horacio, Arte poética, vv. 101-103).
Así habla Horacio del semblante del que ha de orar o recitar y lo mismo se ha de decir del estilo. En lo que no quisiera omitir cuán grave, modesto y santo lo exige la cátedra de la verdad y cuán indigno es de ella el estilo bufón, oscuro, hinchado y el que los idiotas llaman «retumbante». Téngase presente aquel refrán teológico sancta sancte iracunda sunt y corresponderá el estilo a la cátedra de la verdad evangélica. Supuesta esta diferencia, advierte nuestro crítico, si el dicho estilo, en su respectiva línea, es claro o caliginoso. Culto o bárbaro, laxo o medido, elegante o trivial. Bien que en eso tendrá poco que hacer si el autor logró la dicha de atinar en aquel feliz concepto que, como fértil semilla, contiene toda la obra y la representa al vivo como en diseño. Porque como dijo acertadamente el mismo Horacio
[…] Cui lecta potenter erit res
nec facundia deferet hunc, nec lucidus ordo (Arte poética, vv. 41-42).
No faltará el bien decir al que supo bien pensar.
Y los que se quejan de que sabiendo discurrir bien, no saben decir bien (como si el bien decir no fuese más de habladuría) se engañan miserablemente en lo que suponen. Porque no es la lengua sino el entendimiento, el molde, donde se funden las palabras, la lengua las articula, la pluma las escribe, pero quien las labra es el entendimiento. La tarabilla no da otra harina que la que muele la piedra. Luego si quien muele, quiero decir, quien concibe y discurre, quien define y divide, quien convence, refuta y concluye, no son la lengua ni la pluma sino el entendimiento y de este, y no de aquellas, procede la bondad y ruindad del estilo. De lo contrario se siguiera que escribiría la pluma y articularía la lengua lo que el entendimiento no discurrió ni pensó y saliera a luz el parto que nunca fue concebido.
Sentadas estas reglas y pedida la venia a los lectores, pues no era mi insuficiencia para una empresa tan ardua, aunque no puedo negar que para desempeñarla estudié muchos y buenos libros, denme también licencia los críticos y sus contrarios para explicar mi sentir con las siguientes preguntas. ¿Quién es el hombre de tan cabal entendimiento que no esté expuesto a la equivocación más visible cuando el aritmético más hábil cae alguna vez en la más obvia trabacuenta? ¿Quién se toma tan justa la medida que a sobornos del amor propio no peque en demasiado liberal? ¿Cuán raro es el hombre detenido en decir su parecer por desconfiado de su saber? ¿Cuán pocos son los que no piensan dilatar la vista más allá de lo que alcanzan sus ojos? ¿Ahora mismo estaré creyendo yo que digo o he dicho algo en esta pequeña obra, mas que sé yo si vale nada lo que he dicho y lo que digo? ¿Por qué quién es aquel de tan noble corazón que no se deje dominar de alguna pasión? Y porque la soberbia en puntos de entendimiento es la que suele introducirse con más astucia y porfía, levanto más la voz y pregunto: ¿Quién es aquel que no se corre de confesar su ignorancia en el asunto de que presume tener ciencia? Menos cuesta decir pequé que decir erré, porque de la malicia se glorían muchos y raro o ninguno de la ignorancia [27]. Pues si aquello precisamente y a puras penas lo confiamos al inviolable secreto de la penitencia, ¿quién será el fuerte, el animoso y fiel testigo de la verdad que confiese públicamente su error?
Luego si todo esto es así, ¿quién no está viendo estos dos extremos, el primero, cuán difícil y arriesgado es seguir las leyes de la justa crítica y el segundo, cuán duro y sensible es haberlas de padecer?
Medios para suavizar estos extremos
La sabiduría del mundo se reirá tal vez de estos medios por lo que tienen de místicos:
Sed procul hinc, procul ite profani (Virgilio, Eneida, VI, 258).
A mí me basta saber que Sapienta huius mundi stultitia est apud deum (Primera Corintios III, 19), por lo que siempre pospondré las cortas luciérnagas de las ciencias humana a la interminable luz de la Sagrada Escritura. Entre tanto señale medios mejores aquella raza de literatos que piensa no poderse hallar buena crítica sino en los gentiles y heterodoxos. En lo cual no sé yo a quién se muestran más desatentos si a su propio juicio o al honor de la religión.
Pero, omitiendo esto, sea el primer medio pedir fervorosamente luz a Dios, de cuyo soberano rostro como de su única fuente, se deriva todo buen juicio. De vultu tuo iudicium meum prodeat (Salterio, XVI, 2) [28], clamaba a Dios el profeta de más luces. Y no podía decir menos porque ¿qué son nuestras luces en comparación de aquella eterna luz sino tinieblas más espesas y oscuras que las de Egipto? ¿Y qué son nuestros juicios a vista de aquel juicio sino balanzas misteriosas como dice el mismo profeta? (Salterio, LXI, 10). ¿O cuántos se engañan a sí mismos, y nos engañan a nosotros, por la infidelidad de estas balanzas? ¿O cuándo falsifica su peso nuestra heredada depravación y voluntaria malicia? Luego para no errar en nuestros juicios, necesariamente debemos pedir luz al Padre de las luces y autor de todo buen juicio.
El segundo, conocerse a sí mismo, para lo cual también es imprescindible la luz del cielo y sin ella nunca entenderemos bien lo que somos. Conócete a ti mismo, decía un filósofo a quien la antigüedad gentílica dio el renombre de sabio. Conózcame a mí y conócete a ti, decía al Señor el verdadero humilde san Agustín, que se preció más de su propio conocimiento que de todas las ciencias que poseyó. Traten, pues, de conocerse el escritor y quien le censura y uno y otro tendrá menos satisfacción de su dictamen y, por consiguiente, ni este será tan fácil en castigar los defectos ni aquel tan delicado en sufrir las censuras. Pero como Dios nos hizo racionales y no bestias para salir con este propio conocimiento, debemos aplicar también nuestra industria. Y así ¿es preciso que reparemos en qué concepto nos tiene no el ignorante vulgo ni el venal espíritu de los aduladores, sino la sinceridad de los entendidos e independientes y alguna vez también la libertad que se toman los enemigos? Dirigidos, pues, de aquella suprema luz y avisados de esta desinteresada estimación podemos sacar en limpio lo que somos, para qué somos y para qué no somos. Salvo siempre que nada somos sino en Dios y por Dios: In ipso enim vivimus, et movemur et sumus (Act 17, 28).
El tercero, nunca leer de corrido sino despacio lo que se ha de juzgar. Se trata de la honra de un escritor y un punto tan grave pide gran quedo y madurez. Ni basta leer uno u otro fragmento, uno u otro capítulo, sino toda la obra porque todo esto es menester para hacer un recto juicio. Lo contrario es manifiesta incivilidad, la que, no obstante, se comete todos los días y ve aquí el cómo. Toma un libro de aquellos que traen el sobrescrito de literatos y, abriéndole con satisfacción de docto, lee la primera página que se le ocurre y luego lo arrima como quien conoce al león por la uña y, sin otra ceremonia, con la voz o con el gesto da a entender que no hace caso del autor porque no trae cosa que lo valga:
Spectatum admissi, risum teneatis amici? (Horacio, Arte poética, 5).
¿Hiciera más el mismo Apolo sentado en su tribunal? ¿Qué injusticia es esta, por no decir qué necedad? ¿Y quién fiara su pleito a tan inconsiderado juez? Se me dirá que ete desorden en gran parte proviene de inadvertencia. Así lo creo. Mas, ¿por qué hombres tan inadvertidos han de pasar plaza de literatos y mucho menos atreverse al arduísimo empleo de críticos? ¿Por qué tan poderosa vara se ha de poner en manos de locos?
Esta facilidad criminosa, esta arrojada temeridad, es la que principalmente tiene infamado a este venerable nombre entre los que no saben distinguir los verdaderos críticos de los de juicio precipitado, sueltos de lengua y presumidos de doctos, sin otra recomendación que las sonajas de sus títulos. Pues ¿qué? ¿Acaso andan por ahí lectores tan comprensivos que se lleven de una ojeada los que costó tanto al autor tanto estudio? ¿Acaso está obligado el autor a sacar en cada cláusula un compendio d todo su saber? ¿Qué ley le pudo forzar a estar siempre de un mismo humor siendo constante experiencia que nadie se halla siempre de un mismo temperamento, ni reconoce igual la alegría y serenidad de su espíritu? ¿Y quién puede extrañar que de tan inconsideradas censuras se originen tantas discordias y se levanten mil testimonios a los autores haciéndoles decir lo que nunca les pasó por el pensamiento? ¡Oh! Como a estos les sobra la razón para reconvenir y castigar a hombres tan superficiales con la justa severidad de estas preguntas. ¿Con qué ojos, con qué intención me leísteis? ¿Por ventura os hacéis cargo de mi obra y de vuestro alcance? ¿Por ventura me entendéis, ni os entendéis? Por Dios y por vuestro honor que no seáis tan livianos ni os arrojéis al desatino de graduados de necios, en lo mismo, que os queréis acreditar de entendidos.
El cuarto: nunca juzgar a consulta de la voluntad porque si esta es apasionada al autor, de tal suerte hace prevaricar al entendimiento que el miserable no lee en la obra lo que hay sino lo que debiera haber y, cohechado de su pasión, alaba de conducente lo que es inútil, de escogido lo que es vulgar y de claro y manifiesto, lo que llega a ser probable. Le acontece lo que a las madres locas que, ciegas con el amor a sus hijos, imaginan que el feo es hermoso, el tardo sutil y el travieso dócil y sosegado. El digidillo, que tanto papel hace en las aprobaciones, tanto acrius judico, quanto fortius amo, es bueno para celebrar la discreción de Plinio, mas no sentarlo por regla. Amare et sapere, vix deo conceditur, dice Publio Sirio [29]. Pues, ¿cuánto menos se concederá a la flaqueza de los hombres? Yo convengo en que es fábula la que pintó al amor ciego, pero que la voluntad es ciega y que los amantes ordinariamente son ciegos, es sólida filosofía y averiguada verdad. Luego nunca juzgue a consulta de la voluntad, el que no quiere juzgar a ciegas.
Mucho menos debe entrar ella en la consulta si fuere desafecta al autor. Porque siendo el odio y la envidia pasiones más violentas y furiosas, ¿qué rayos de tempestad, quién puede explicar la inversión y trastorno que obran en el juicio? Cada día lo vemos en lo que miramos con imparcialidad, mas nunca lo queremos entender si somos reos de este delito. Antes al contrario, por más que la conciencia nos remuerda, nos empeñamos a sustentar que todo aquel rigor no pasa los límites de una justificada censura. Y así no hay que pedirnos condescendencia ni comentario benigno porque todo no da en rostro si somos mal afectos al autor. Todo lo vemos al revés por el maligno influjo de nuestra adversa voluntad. Sobran los ejemplos en este asunto, pero no quiero omitir el siguiente. Nadie ignora que las cinco piedras de la honda de David, sermones que predicó en Roma el padre António de Vieira [30], fueron la admiración de aquella cabeza del mundo y han sido hasta el día de hoy regalado pasto de los más delicados entendimientos. Sin embargo, a esta admirable obra, no menos sólida que sutil, una de estas infectas voluntades se atrevió a llamarla opus putridum. Que tanto ofusca a la luz del entendimiento, tanto eclipsa al dictamen de la razón, la perversa nube de una mal afecta voluntad. Síguese, pues, que para formar un recto y justificado juicio no debemos consultar con esta potencia, mas tampoco excluir de la consulta la voz de un buen corazón.
La razón es porque un buen corazón, como no es separable de la honradez y piedad, nunca se atreve a condenar lo que no entiende ni a echar a la mala parte lo que puede tener buen sentido. Antes al contrario, hace gala de interpretar benignamente lo dudoso y excusar la intención cuando no puede la obra. Y esto lo hace obligado no solo de la caridad sino también de la justicia. Porque si raro hombre deja de tener a su favor la presunta, ¿cuánto más la tendrá un escritor que si no coopera en efecto, muestra por lo menos el deseo de cooperar a la pública utilidad? El oficio de lector no es de fiscal severo sino de atento y político oidor que por eso no se dirigen os prólogos «al rígido, inexorable o malicioso» sino «al propio, al benévolo o discreto lector». Luego si ningún lector, a título de hombre de bien, puede renunciar estas partidas, tampoco puede negarse a las acciones de un buen corazón. En consecuencia de lo cual debe alabar con generosidad lo que es digno y disimular con prudencia lo que se puede tolerar sin disonancia.
Y nadie piense que esto no es más de una piadosa condescendencia o urbana atención, que no es sino expresa ordenanza de Jesucristo que nos dice: Quacumque vultis ut faciant vobis homines, et vos facite illis (San Mateo, VII, 12) (Haced con los demás todo lo que lícita y decentemente queréis que hagan ellos con vosotros). Este documento no solo es divino sino también natural y derivado de la luz de la razón y, por uno y otro, está lleno de humanidad y santidad. Conque solo pueden desatenderle los que se afrentan, no diré yo de ser cristianos, sino aun de ser hombres y que prefieren a la condición de hombres la fiereza de los brutos. Luego si no hay lector alguno que, puesto en el lugar del escritor, no quiera ser leído con mucha benignidad, lea enhorabuena de esta suerte a los autores y seguirá como el dictamen de la razón y como cristiano la regla del Evangelio. Pero si, a pesar de esta regla y dictamen, hiciere lo contario, si afectare ser ciego en sus faltas propias, siendo demasiado lince en las ajenas, avergüéncese de que hasta un pagano le dé en rostro con esta pregunta
Cum tua pervideas oculis mala lippus inunctis, Cur in amicorum vitiis tam cernis acutum? (Horacio, Sátiras, I, 3, 25-26).
¡Oh, si se hubieran conformado más con la sobredicha regla ciertos críticos de nuestros días! Sin duda que en lugar del enfado e indignación de muchos, se hubieran merecido el aplauso de toda la nación y logrado a manos llenas el fruto de sus trabajos. Yo no alabo, antes repruebo constantemente el rigor y cólera con que sea procedido contra ellos, sofocando en la cuna una invención que hubiera sido la gloria de nuestro país. Mas tampoco puedo aprobar la acrimonia de sus censuras y, mucho menos, haciéndose cargo y confesando ellos mismos la urbanidad y suavidad con que proceden otros críticos en este asunto. Ni cohonesta, a mi parecer, antes agrava la dicha acrimonia el decir que nuestra España no está el día de hoy tan instruida en el primor y buen gusto de las letras como los demás reinos de Europa. Yo no lo pienso así, pero, dado esto y no concedido, también se debía reparar en que la misma España, por la elevación y nobleza de su espíritu, es la nación más sensible y pundonorosa del universo y que se corre infinito de ser tratada con severidad. Luego introducirle la reforma a puros palos, no parece urbanidad ni cordura.
La corrección de las letras no es empresa del rigor militar sino de una muy sabia y paciente dirección. Ni es lo mismo enmendar hombres de canas y autoridad, aunque no tengan más que el título y nombre de doctos, que empuñar la férula y castigar una escuela de niños. Seniorem ne increpaveris, decía el apóstol a Timoteo (Timoteo, 5, 1) [31]. No quiso decir que no se corrijan las faltas de la gente mayor, sino que esto se haga con tanta suavidad que tenga más visos de ruego que de corrección. Luego, aun en caso de ser necesaria la reforma, dictan la humanidad y prudencia que se ha de preferir la blandura del aceite a la fortaleza del vino y de ninguna suerte desenvainar la espada hasta haber ganado y asegurado el terreno. Que entonces como el buen gusto sería dueño del campo, apenas se encontraría quien pronunciara una queja y si se atreviere a ello, primero daría con el desengaño que con el patrocinio de su necedad. Pero ya viene tarde el arbitrio y no se puede notar de culpa el que no ocurriese a su tiempo, a los que eran tan capaces de discurrirlo mucho mejores. Si los proyectos pudieran tomar su voto al suceso, todos saldrían ajustados a la idea del dicurso. Pero incertae videntia nostra (Sapicienciales, 9, 14).
Mas he aquí al fin una gravísima dificultad. Las reglas que acabamos de dar casi parecen implicatorias: por lo menos hacen su práctica sumamente ardua, por no decir moralmente imposible. Porque ¿qué literato se atreverá a observarlas y, por consiguiente, a ejercer el empleo de críticos siendo ellas de tan vidrioso y delicado manejo? Convengo en ello y pluguiera a Dios que esta misma dificultad, mucho más ardua de lo que he dicho, sirviese de retractivo eficaz a los que, sin reflexionarlo como se debe, se meten en tan arriesgado oficio. Porque ¿qué hombre de inteligencia no confesara que la verdadera crítica es tan rara como la verdadera prudencia, mano derecha de tan elevada facultad? Luego si convenimos todos en que es muy corto el número de los prudentes, también debemos de concluir que es muy escaso el número de los verdaderos críticos, aunque sea grande el de los verdaderos literatos y, por consiguiente, que poquísimos literatos pueden con satisfacción ejercer el empleo de críticos. La razón es tan clara como la misma luz porque así como para formar un buen prelado, un buen general, un buen juez y un buen médico, no bastan todas las letras si no concurren las demás circunstancias que en cada uno de ellos requiere su ministerio, así también, para constituir un verdadero crítico, no basta toda la literatura sin las demás partidas, que se contemplan inseparables de tan delicado oficio. ¿Cuáles son estas? Parecerá que repito lo que he dicho y respondo por la cuestión.
Sin embargo, digo lo primero que para ejercer dignamente el empleo de crítico, se requiere un hombre expreso y nacido para él. Quiero decir que esté dotado de un perspicaz entendimiento, madurez de juicio, candor de ánimo, anchura y benignidad de corazón. Que no se detenga en poquedades, ni se atragante de un mosquito. Porque si de minimis non curat praetor, ¿cómo no será inepto para ejercer la crítica el que hace misterio de poquedades? Descubriera esto la prolijidad de su genio y mengua de corazón, calificándole antes de impertinente sofista y contencioso gramático que de hombre adornado de una crítica varonil.
Digo lo segundo que nunca debe mirar al libro con relación al autor, ni a este con relación al libro, porque puede un buen libro ser obra de un hombre ruin y un libro ruin ser producción de un buen hombre. ¿Cuántas veces se oye un sano consejo a quién es de malísimas costumbres y un dictamen erróneo a quién es de bellísima intención? La regla general es que no se atienda a quien escribió sino a lo que escribió porque ni la bondad o malicia del autor se refunde en el libro, ni la bondad o malicia del libro se refunde en el autor. Esto, sin embargo, no quita que los autores clásicos y beneméritos del público no se les disimule lo que no se disimulara en los demás por la reverencia que se debe a tan venerables autores.
Digo lo tercero que nunca entienda el libro a su modo, sino en aquel sentido que, según el asunto de que trata, llana y sencillamente manifiestan sus palabras, sin perder de vista el tiempo y circunstancia en que se escribió. Porque hay doctrinas y locuciones que en otro tiempo eran corrientes y ahora no son tolerables y se haría grave injuria a sus autores prohijárselas como suenan el día de hoy. Commentatoris officium est —dice el doctor máximo—, non quid ipse velit, sed quid sentiat ille, quem interpretatur exponere (San Jerónimo, Epístola XLVIII, 230). Tampoco lo ha de entender con la mira a su propia opinión, sino a la que sigue el autor, cuyo juicio no depende ni puede depender del juicio ni opinión de los que lo leen. Contra lo cual pecan aquellos que andan insidiando lugares extraviados para dar cuerpo a su opinión, huyendo a toda costa o no cuidando de inquirir el lugar propio donde el autor explica genuinamente su parecer. Pecan también, y mucho más, los espíritus arrugados o maliciosos que en la lición de los libros temen donde no hay que temer porque el temor del peligro no está en el libro sino en su flaca y malignante cabeza.
Digo lo cuarto, que ha de tener un buen gusto. Pero ¿qué cosa es buen gusto cuando de gustos nadie ha escrito habiendo tanto que escribir? Remitiéndome al dictamen de los que mejor lo entienden, me parece que buen gusto, en nuestro caso, es un paladar moderado, que ni se tira a lo basto y grosero de las letras, ni arrostra únicamente a lo delicado y primoroso. Quiero decir que ni se ceba en lo que precisamente es abundante, ni mira con desdén todo lo que no es exquisito. Así que el buen gusto en esta materia se ha de definir y explicar con alguna proporción y semejanza al que la prudencia humana suele tener por tal en la comida: ni voraz, ni melindroso, sino contento con una honrada decencia. Luego, así como el que s queja de la mesa donde aquella se halla incurre la nota de glotón, así también el que se quejares del libro que en su línea es de una decencia honrada, incurrirá la nota de impertinente. Y esta nota, si no peor, contraen aquellos críticos que nunca se satisfacen y siempre echan de menos en los libros extraños lo que no supieron poner en sus propios libros. Sin reparar que con esta inconsiderada idea, mientras dan de mano a lo bueno por ir en busca de lo mejor, hacen lo mejor contrario de lo que es bueno.
Yo confieso que lo mejor siempre es mejor, pero ¿quién me negará que hacerlo obligatorio en este asunto, no menos que en los de conciencia, tiene el gravísimo inconveniente de sacra lo bueno del mundo y que, por lo tanto, no solo deja de ser mejor sino que pasa a ser malo y perjudicial en extremo? Porque si no hubieran de salir a luz sino los libros mejores, ¿quién era capaz de escribirlos, aunque tuviera el ingenio y erudición de los mismos críticos que le vocean? Y dado que solos estos se escribieran, ¿quién los había de leer y de qué pudieran servir? Siendo, como son, muy raros los entendimientos de línea, sería consecuencia forzosa que los entendimientos medianos se quedasen sin instrucción, con imponderable daño de la República que no solo necesita de hombres hábiles en la primera, sino también en la segunda y tercera línea.
Pues ¿qué diré de las capacidades ordinarias que no tienen menos derecho a las luces de la doctrina que las medianas y eminentes? ¿Qué de la varia disposición y genio que reina en los entendimientos de los hombres? ¿A cuántos cansa y enfada un autor que a otros gusta y deleita sin que de este se arguya especial mérito o demérito del dicho autor? Fuera de esto, ¿dónde estuviera entonces aquella hermosa variedad que tanto apetece el buen gusto y que no es menos deliciosa en los libros que en los jardines y en la música? ¿Quién no desea oír el lleno de instrumentos y voces después de haber oído las más delicadas voces e instrumentos? ¿Quién no se alegra de ver el alhelí, la violeta y otras flores de menos gallardía entre la regia pompa de rosas y claveles? La mesa de los manjares más exquisitos no desdeña la ensalada y fruta, que de suyo es comida de pobres, sin que esto se tenga por capricho sino por circunstancia del buen gusto, aun en las mesas de los príncipes. Luego, enhorabuena, aspiremos siempre a lo mejor pero contentémonos con lo bueno cuando nos lo ofrece la buena dicha. Así será nuestra crítica tan sana y justa como bien recibida de los prudentes.
Quod satis est cui contigit, hic nihil ampluis optest. Iucumdum nihil est, nisi quod reficit varietas (Horacio, Epíst. I, 2, 46).
Satiabor cum apparuerit gloria tua, Deus meus (Salmo XVI).
El término sistema no es recogido en el Diccionario de Autoridades, si bien sí está documentado desde el siglo XVI.
«Lugar donde se recogían las limosnas, rentas y riquezas en el templo de Jerusalén» (DRAE).
Lucas, 21, 2.
Salmos 92, 5; 98, 4.
Juan 4, 24.
Alude al Cardenal Hugo, a Nicolás de Lira, teólogo franciscano y exégeta, Cornelio Lapide, jesuita y también comentador bíblico y al carmelita J. M. Silveira.
El Papa Gregorio XIV, Epist. a Eusebio Veglia, IX, 69.
Juan el Diácono fue uno de sus biógrafos y probablemente al que se refiere el autor. Su biografía fue impresa por los monjes de san Mauro.
San Gregorio, Registrum Epistolarum, V, 4.
San Gregorio, RegistrumEpistolarum, II, 34.
Jerónimo, De vir. ill, 54.
Melchor Cano, De locis theologicis, II, xiii.
San Agustín, Confesiones, I, 13, 14, 20.
Epist. ad Dioscórides.
Epist. adRom., De dom. orat, 31.
Justo Lipsio, Ad lectorem, 1.
San Pablo, Ad Rom., 14, 5.
Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española: «Cuando alguien contradice todo lo que se propone».
«Exáminalo todo, retened lo bueno», San Pablo, Epist. I a los Tesanolicenses, 5, 21.
«La abundancia me hizo pobre» (Ovidio, Metam., III, 466).
La primera parte de la cita procede de Virgilio, Eneida, vi, 625 y la segunda es una adaptación de varias variantes entre ellas de las Saturnales de Macrobio: Onmia poenarum percurrere nomina possem (IV, 6, 627).
Cicerón, M. T., «Pro lege manilia. Ad populum. Oratio», en Silva selectorum operum, Matriti: Joseph Doblado, 1796, p. 16.
Sapienciales, 8, v. 19.
San Roberto Belarmino (1542-1621), teólogo jesuita, defensor de la doctrina católica durante y tras la Reforma protestante. Dirigió los procesos inquisitoriales contra Giordano Bruno y Galileo. La obra aquí más conocida son las Disputationes de controversiis christianae fidei adversus hujus temporis haereticos (1586-1593). Gisberto Schevichavio fue también en un teólogo, autor de De ecchesiasticorun vita, moribus, officiis de 1621. Dionisio Petavio o Denis Pétau (1583-1652) fue un jesuita francés conocido por De theologicis dogmatibus.
Tomado de la Eneida de Virgilio.
Horacio, Arte poética, vv. 126-127. Codorniu los recuerda de forma no literal. Alude el texto a la constancia del carácter de los personajes creados.
Codorniu utiliza muy similares argumentos y las mismas fuentes en su obra El ministro de Jesu-Christo theologicamente delineado sobre el capítulo cuarto de la primera del Apóstol a los Corinthios, Barcelona: María Ángela Martí, p. 54. En conjunto, es una interpretación del texto bíblico siguiendo las directrices hermenéutico-morales de orden general trazadas en esta obra.
Salmos, 51, v. 3.
«Incluso Dios encuentra difícil amar y ser sabio a la vez».
Religioso portugués (1608-1697) que perteneció a la compañía de Jesús, destacó por su defensa de los pueblos indígenas de Brasil y de los judíos.
«No reprendas con dureza al anciano, sino, más bien, exhórtalo como a padre».