El 8 de febrero de 1752 el rey Fernando VI nombró a Juan Curiel Ministro Superintendente General de Imprentas, cargo que sumaba al de consejero de Castilla y de la Inquisición. Desde este nuevo puesto, Curiel se propuso revitalizar el Juzgado y reorganizar todos los aspectos relacionados con sus competencias, especialmente el procedimiento de censura previa y de concesión de licencias. Así, al poco de tomar posesión elaboró el auto de 22 de noviembre de 1752, que contenía diecinueve reglas destinadas a los impresores y comerciantes de libros. Cuatro años después, el 19 de julio de 1756 el Consejo de Castilla a instancias de Curiel aprobó un auto para el nombramiento de cuarenta censores, y una instrucción sobre el modo de examinar o censurar las obras. Trataremos primero del auto, cuya copia del día 21 del mismo mes se reproduce aquí.
Hasta que Curiel llegó al Juzgado de Imprentas y se aprobaron los cambios, la práctica habitual para obtener la licencia previa de impresión consistía en que eran los propios autores los que proponían a los censores de sus manuscritos, de tal manera que allanaban el trámite y se aseguraban los elogios. El Juez era conocedor de que esta forma de proceder pervertía todo el sistema de censura previa y procuró acabar con ella nombrando un cupo de censores fijos, cuyos nombres figuran en el auto. Los elegidos tenían que residir en la corte para no dilatar los trámites, debían ser personas de «literatura, juicio y prudencia» y recibirían un salario moderado por su trabajo. El grupo estaba integrado por diecinueve sacerdotes seculares, diecisiete regulares y cuatro seglares (Rafael de Bustamante, Juan Antonio Herrero, Pedro Rodríguez de Campomanes y Francisco Mestre).
El peso del estamento eclesiástico era incuestionable y mucho se ha debatido desde entonces sobre el sesgo que trataba de imprimir Curiel a la censura civil, prejuzgando así el resultado del trabajo de los censores en función de su profesión o actividad. De hecho, los sistemas de censura europeos en el siglo XVIII experimentaron un proceso de secularización, que iba más allá del individuo en concreto que realizaba el examen. Se trataba más bien de poner bajo la mirada del poder civil a todas las piezas y actores del sistema, e integrarlos en un entramado para garantizar la ortodoxia del discurso.
Por tanto, el auto no solo intentaba acabar con las corruptelas, sino que también reconocía la labor de los censores y dotaban de respetabilidad y profesionalidad su actividad. No podía ser de otra forma, ya que la elección de los evaluadores era la primera pieza para el correcto funcionamiento de un sistema de censura e impresión puesto al servicio del estado. Ahora bien, la elección de los censores tenía que complementarse con unos criterios y reglas concretas de revisión, que eran los que Curiel condensó en la instrucción aprobada el mismo día del año 1756.